ivimos tiempos difíciles, muy difíciles. A los rigores y amenazas propios de la vida normal y corriente les sucede ahora mismo un aluvión de noticias que, aunque proceden del este de Europa, de Rusia, constituyen una amenaza para todos, pero no sólo eso, sino que están siendo administradas por un sátrapa de rostro indefinido y misterioso, capaz de atemorizar sin medida, que está llenando de escombros una superficie (Ucrania) que es más grande que España entera, que Francia, o que Alemania... Sirva esta comparación para concluir que no se trata de un país pequeño, poco poblado, de escaso poderío y escasa entidad. Ucrania, que ahora aparece en los periódicos como un vertedero lleno de escombros, que llena las pantallas de los televisores domésticos de chisporroteos, lenguas de fuego y bocanadas de humo que suben a los cielos, constituye una de nuestras inquietudes más pavorosas. En nuestros salones, durante muchas horas de cada día, las pantallas nos muestran cadáveres y escenas dantescas que provocan pánico y espanto a pesar de que nuestras mentes acomodaticias nos dicten, en un tétrico silencio, que Rusia está muy lejos y que, por ello, no nos alcanzarán las llamas ni las chispas, que no moriremos en esta ocasión, mientras mueren los ucranianos sin que, en su gran mayoría, hayan tomado parte en la toma de decisiones.
Las páginas de los diarios muestran dos tipos de personas, quizás tres, que asisten al burdo y asqueroso espectáculo. Reproducen las imágenes que los televisores nos muestran en algún lugar preferente de nuestras viviendas, justamente frente a nuestros confortables sofás y cómodos sillones, en los que proferimos expresiones suntuosas en contra de la guerra. Pero, ¿es acaso una guerra? Curiosamente se habla más de “conflicto” que de “guerra”. Quien ha provocado uno u otra no permite que se nombre el término “guerra” porque, normalmente, se trata de un término brutal que desacredita y culpabiliza a quien le pronuncia y le asume. En cambio “conflicto”, aunque se trate de un conflicto armado, incita a pensar que es consecuencia de una discusión reglada, de una porfía, aunque pueda tratarse de una discusión que haya empezado siendo diplomática antes de terminar como el Rosario de la Aurora. En esta tragedia, dirigida por el miserable Putin, en la que además él es el artista principal, quienes actúan no ocupan los papeles estelares, aunque sean ellos (ancianos, hombres, mujeres y niños) los que sufren las brutales y miserables consecuencias. Los titulares de los diarios resultan espectaculares porque siembran temores y exhiben miedos difíciles de superar. Se trata de un paisaje extraño, ciertamente humano, porque a veces lo humano resulta descorazonador y nos sume en el pesimismo y la desgracia.
Los pasos que se han dado hasta ahora han sido infructuosos. Cada madrugada nos sorprende con nuevas noticias, aunque dichas noticias no presenten novedades reseñables. Las contundentes fotografías con que me despierto cada mañana constituyen un homenaje a la destrucción y a la miseria ética y moral que enarbola el líder y dirigente ruso Putin, un líder que, me atrevo a decirlo, no tiene nada que agradecer a los dioses que le han permitido llegar hasta aquí, dada su insuperable maldad. Sin embargo, me cuesta demasiado esfuerzo encontrar una explicación a lo que está ocurriendo. ¿Qué tesoro busca Putin? ¿No sería mucho más razonable que trabajara a favor de la concordia con sus vecinos, que en contra de los vínculos siempre saludables de la vecindad? Lo que parecía una mera pelea de gallos, o una disquisición de gatos enfurecidos, se ha convertido en un conflicto armado en el que mueren civiles y soldados a tutiplén. Cada mañana los diarios nos entristecen con fotografías y cifras de fallecidos que atemorizan y asustan incluso a quienes contemplamos la barbarie desde aquí.
Mueren soldados en cantidades incontables, a la vez que se tergiversan los datos y se oculta la realidad, principalmente porque Putin ha planeado la guerra a sabiendas de que es él, casi, el único culpable. La “culpabilidad” de quienes se oponen a Putin no pasa de ser testimonial, es decir, sólo achacable a la posible aplicación del dicho popular “dos no riñen si uno no quiere”. Pero Putin quiere la guerra y la potencia y, con toda seguridad, no le bastaría con una rendición de Ucrania. A Rusia no le bastan las negociaciones dirigidas por la buena voluntad. Ucrania, por su parte, defiende su dignidad a sabiendas de que los ucranianos están muy orgullosos de serlo, y de que la Historia (así escrita, con mayúsculas) no tiene ningún derecho a postergarlos por más que un Presidente, con tanta falta de dignidad y ética, enarboles su prepotencia guerrera. Mueren los soldados, y las mujeres, y los niños, y los ancianos... Su patriotismo no les es suficiente porque un sátrapa, muy poco dotado humanamente, ha mandado “matar”, y cada noche cuenta las víctimas del día alegrándose cuando el número de tales es superior al del día anterior. Los niños no sonríen: sus caras muestran siempre una duda y una pregunta agazapada: “¿por qué?”. Los viejos, que pensaban en acabar sus vidas allí, apaciblemente, en el lugar en que habían nacido, vivido y soñado, se ocultan en sus casas maldiciendo a Putin por su delirio incontrolado... Los jóvenes, más o menos audaces, saben que la guerra está ahí, y que tienen que hacerse cargo del futuro, aunque Putin se lo haya cubierto con un gran manto negro.
Nada más. Yo quería haber escrito desde la esperanza, como acontecen los amaneceres, pero la realidad me ha llevado a la más pura negritud, a la exasperación de los que no llegan a atisbar ninguna luz en el oscuro horizonte. Trabajaré para que todo cambie. Poco más puedo decir, salvo que Putin no merece disfrutar de la vida que todos nosotros, gentes pacíficas, disfrutamos.