a crisis industrial de los años 70 produjo un largo periodo durante el cual los precios crecían en todos los países desarrollados a un ritmo imposible de gestionar con un mínimo de eficacia económica. Con aumentos de precios de entre un 10 y un 20% anual, se desarrollaron todo tipo de ideas estrambóticas, entre ellas algunas todavía hoy con bastante predicamento en los organismos económicos internacionales, como la que afirma que el nivel de precios depende de la cantidad de dinero disponible en la economía, y que por tanto regular la cantidad de dinero permitiría controlar los aumentos de precios, o la que dice que los aumentos de salarios provocan aumentos en los costes de producción y por tanto, inevitablemente, aumentos en el nivel de precios.

La aparición del neoliberalismo a mediados de los años ochenta acabó con el largo ciclo de inflación. Desde entonces, los precios han ido creciendo cada vez menos, en España desde un nivel en el entorno del 10% en los ochenta al 5% de los noventa. La sustitución de la peseta por el euro hizo converger los aumentos de precios todavía más, hacia el entorno del 3%. Tras la crisis financiera, se produjo un ciclo recesivo en el que los precios simplemente dejaron de crecer, incluso en algunos años se produjeron caídas en el nivel general de precios. Los bancos centrales empezaron a preocuparse ya no por la inflación, sino por el estancamiento de los precios. Mal equipados en teorías y políticas, los intentos de inundar la economía de dinero no lograron que los precios subieran al objetivo de un 2% anual, que el banco central se fija como objetivo en la Eurozona, convencido de que es el nivel que refleja un cierto equilibrio entre los cambios en el contenido material de la producción y los ajustes entre sectores con cambios de la productividad desiguales. La crisis del covid no hace sino acentuar el estancamiento de los precios.

Pero hete aquí que de pronto los índices de precios se disparan a finales del año pasado. Si en 2020 los precios en España cayeron, y en la primera mitad del año aumentaban solo un 1,6%, en los últimos meses han crecido cuatro veces más, por encima del 6% en diciembre y enero de este año.

Solo que en esta ocasión los malos habituales no aparecen en el origen de la nueva situación: los aumentos de precios no derivan de un aumento en los impuestos de alcoholes o tabaco, o del aumento del precio del aceite o las frutas y verduras. Lo que ha ocurrido es que desde el mes de abril la electricidad y las gasolinas están subiendo a tasa superiores al 40% anual. Todavía en enero, la electricidad (46,4%), el gas butano (33,5%) la gasolina (23,1%) y en general los derivados del gas y el petróleo crecen a niveles desconocidos en lo que va de siglo, muy por delante de los aumentos de los precios de los hoteles (18,1%) o las comisiones bancarias (10,6%). Solo el precio del aceite de oliva creció en enero a tasas superiores al 30%, comparable con la de la energía.

En el esquizofrénico panorama informativo actual, la causa económica que puede explicar el aumento de los precios en los servicios turísticos (la mejora de la demanda) o del aceite (la reducción de la oferta) se utiliza como si fuera la causa del aumento de todos los precios, tanto los que sí responden a la dinámica de la oferta y la demanda, pero también de los que, como las comisiones, responden a un intento de los consejos de administración por aumentar los márgenes de ganancia de la banca cuando las tasas de interés -su tradicional fuente de beneficios- siguen en mínimos históricos.

O los que, como en el caso general que traemos a colación, responden a causas directamente políticas. El precio de los combustibles comienza aumentar de forma espectacular cuando Rusia decide oponerse abiertamente a la decisión de Estados Unidos de ampliar el número de bases militares norteamericanas en Europa, con nuevas bases en Polonia y Rumanía y a la de incorporar a otros países ribereños del Mar Negro a la OTAN para facilitar la presencia naval norteamericana en esa región marítima hasta ahora de predominio militar ruso. Pensemos que el Mediterráneo, con el que conecta el Mar Negro, es un mar de dominio militar claramente anglosajón, con las bases navales británicas en Gibraltar, Malta y Chipre, norteamericanas en España, Italia y Grecia y bases aéreas norteamericanas en Portugal, España, Italia, Turquía o Kosovo, entre otros.

Las presiones de Estados Unidos para evitar la puesta en funcionamiento del finalizado segundo gaseoducto, que amplía el volumen de gas que puede suministra Rusia de forma directa a los países de la UE, está favoreciendo el aumento de la especulación en los mercados gasísticos globales. En este caso, no se puede culpar al productor, pues ni Rusia ha aumentado los precios de los contratos pendientes de suministro, ni tampoco lo ha hecho Argelia cuando, por razones también políticas, decide dejar de transportar gas hacia España a través de Marruecos.

Es por ello que resulta sorprendente la reacción de las autoridades comunitarias. Incapaces de expresar abiertamente y de actuar sobre las causas reales de la cadena de factores que han conducido del aumento de los precios de la energía al del resto de sectores (alimentación o transporte especialmente, con alzas en tasa anual en enero del 4,8% y 11,3% respectivamente), ninguneados en la gestión de la crisis geopolítica europea que están manejando Estados Unidos y Rusia, no se les ocurre otra cosa que actuar como si hubiera una causa económica en la inflación actual, y por ello el Banco Central Europeo elimina progresivamente los programas extraordinarios de compra de activos (el procedimiento por el cual los bancos compran títulos de deuda pública, los transfieren al BCE y este les suministra dinero por un importe equivalente, a un interés negativo del -0,5%, es decir, dándoles 500 euros extras por millón, de forma gratuita) y anuncia una posible revisión de las tasas de referencia, es decir, las tasas a las que presta habitualmente dinero a los bancos para que estos a su vez financien la inversión, el consumo y el déficit fiscal de los gobiernos actualmente al 0% y al 0,25%).

Con una deuda pública de 1,5 billones de euros en España, y de 12,7 en la Eurozona, hay que tener en cuenta que medio punto de aumento en la tasa de descuento del banco central puede significar añadir al menos 7.500 millones de euros a los intereses a pagar por la deuda pública estatal, 63 mil millones en la Eurozona. Sin duda, los rentistas que poseen dicha deuda están encantados con la actitud del BCE. Otra cosa es que la decisión de endurecer la política monetaria tenga algún impacto en la regulación de los precios (por ahora, un fracaso absoluto desde que se inauguró dicho banco central, tanto cuando aplicaba políticas duras como con las por ahora políticas blandas, la política monetaria ha ido por un lado y los precios por otro, sin lograr nunca el objetivo de estabilizarlos en el entorno de 2%).

En la actual coyuntura de los precios, aparece con claridad que en ocasiones la economía no es cosa de economistas, ni la dinámica de los precios, resultado de la oferta y la demanda. En este caso, la geopolítica domina la economía, una herramienta y ámbito de actuación que al parecer no está al alcance de los dirigentes comunitarios. * Profesor titular de Economía Política en EHU/UPV