n la película china Héroe de principios de este siglo, se dice que, el que trae la paz, merece una recompensa. Este aforismo se ha convertido en realidad en la persona de Juan María Uriarte, obispo emérito, premiado por su destacada contribución a la pacificación como mediador entre el Gobierno español y ETA (1998-1999), en el marco de su trabajo incansable por el diálogo y la reconciliación en pro de la convivencia. En concreto, monseñor Uriarte ha sido distinguido con la Mención Honorífica Carmelo Etxenagusia en un acto presidido por el Lehendakari.
En dicho acto, monseñor Uriarte ha lanzado la siguiente pregunta: “¿Estamos avanzando en Euskadi hacia la reconciliación?”. Él sigue insistiendo en hablar de ella, tras la experiencia de paz pensando en la madurez político social allí donde puede continuar habiendo conflictos interpersonales profundos basados en una negación del otro; aunque ya no exista el uso de la violencia. En estos casos, que no solo afectan al contexto vasco, hablar solo de paz como ausencia de conflicto no es suficiente a tratarse de un proceso más amplio que exceda de lo individual, como puede ser el caso del perdón entre víctimas y victimarios.
A Uriarte le debemos que puso sobre la mesa a la reconciliación como un concepto relacional desde el momento en que es un instrumento para construir relaciones rotas entre víctimas, victimarios y la sociedad en general sin obviar las causas. Esta capacidad estructural de la “reconciliación” para construir relaciones es lo que la hace útil y relevante en el discurso político que afecta a la sociedad en su conjunto. No solo eso, hay que agradecerle su afán por seguir propiciando las bases que permitan avanzar en el cierre de heridas abiertas en personas y grupos, más allá de cálculos electorales, una vez lograda la paz. Porque la paz necesita ser completada y consolidada por la reconciliación, que es el alma de aquella.
La razón que esgrime Uriarte es muy sencilla: la experiencia de lo que ha acontecido en otros lugares del planeta enseña que, lograda la paz, la tarea de la reconciliación tiende a ser relegada en aras de otras urgencias, algo que suele ser lamentado más tarde por los mismos protagonistas del proceso pacificador. No se trata de que los enemigos se conviertan en amigos, sino que vuelvan a respetarse y aceptarse como miembros de la misma sociedad a partir de la voluntad compartida de una memoria crítica que repare el pasado, edifique el presente y prepare el futuro con medidas que impidan todo lo posible su repetición.
Lo cierto es que no hemos avanzado demasiado en ello, entre otras cosas por las diferentes visiones que tenemos de la reconciliación: cabe convivir sin reconciliarse, quien la hace debe pagar por ello, la memoria es incompatible con reconciliarse o simplemente es una humillación o algo imposible, un listón demasiado elevado. Pero es un paso necesario si creemos en el deber de toda la sociedad, incluidos sus representantes, de restaurar la desgarrada humanidad de las víctimas así como trabar por la reconstrucción de las relaciones personales, grupales e institucionales. En este tema no bastan las iniciativas privadas y Uriarte ha sido pionero en proponer los presupuestos de la reconciliación cuando las cosas estaban bastante peor que ahora. La premisa fundamental en que se basa es el cambio de actitud, algo a lo que no puede forzarse a nadie.
De ahí que el instrumento fundamental de la reconciliación sea el diálogo que también se ve salpicado por dificultades y recelos que esconden el orgullo que llevamos dentro: el dialogo es algo inútil, es un signo de debilidad o peor, una maniobra de engaño para rehuir la justicia. Pero Uriarte está convencido de que no podemos renunciar a ella ni desde la antropología ni desde la historia. El diálogo sostenido incansablemente ha prevenido, suavizado, resuelto muchos conflictos a lo largo de la historia, empezando por los conflictos familiares.
Las víctimas, incluida la sociedad toda, tienen derecho a que se les haga justicia de manera global y ahí entra la reconciliación. La impunidad desacredita el orden moral y legal y, por ello, invita a nuevas transgresiones. Eso sí, Juan Mª Uriarte recuerda que el velo que cubre los dos ojos de la diosa Justicia no le permite sancionar unos delitos y disculpar otros. Y ahí tenemos pendiente también una reconciliación a partir de aquél nacional catolicismo que se abrazó al franquismo y a su violencia dictatorial desfigurando el Mensaje cristiano, afirmo yo. También aquí la justicia saldría favorecida por el espíritu reconciliador que busca la verdad a partir de un riguroso relato del pasado, dialogado y encarnado en gestos e iniciativas reconciliadoras.
De hecho, aunque la base ética resulta esencial en torno a la reconciliación, no es menos cierto que la Iglesia participe con voluntad de servicio y sin afán de protagonismo en iniciativas cívicas orientadas hacia la paz y la reconciliación; como hizo Uriarte. Está en nuestro ADN cristiano curar las heridas de las víctimas. Somos signos de reconciliación y nuestras comunidades están llamadas a ser lugares de memoria y esperanza. La pregunta que me surge es si los cristianos somos signos de paz y reconciliación entre nosotros que animen a decir de nuestra apuesta de fe lo que se escuchó de los primeros cristianos: “Mirad como se aman”.
¡Felicidades, monseñor! Zorionak, gotzaina! * Analista