ecía un buen amigo que él no necesitaba ni a maestros, ni a los curas y, mucho menos, a los padres, para moldear su cabeza. El intelectual de la cuadrilla solo necesitaba a un buen peluquero. Lo cierto es que aquel chaval tenía una almendra considerable que pronto -muy pronto- , tal vez por no tener en su interior demasiada sustancia, perdió su consistente pelambrera juvenil para mayor lucidez de una calva. Así, mi amigo consiguió tener una cabeza más brillante que la del mismísimo Yul Brynner.
Yo, por suerte o por desgracia, y sin mayor cuidado por mi parte, mantengo la cabellera poblada. Sin grandes altibajos en el volumen de pelo y con avanzados toques canosos, propios de la edad.
Mi primer recuerdo de un peluquero me lleva a la infancia. La barbería estaba situada en Galdakao. El local ocupaba la bajera de un edificio en el que además de pisos había un bar y una pequeña tienda. El profesional de las tijeras y la navaja se llamaba Félix Sierra. Le recuerdo serio. Enfundado en una chaquetilla blanca. Era un tipo moreno, con el pelo ensortijado y duro y cara de pocos amigos.
En la puerta del local había una caseta, con un perro de caza, actividad a la que Sierra debía ser aficionado (también al montañismo). El inmueble era sobrio. Y frío. Las paredes eran blancas y ellas colgaban dos espejos y un calendario de Explosivos Río Tinto. Pero lo más llamativo de la sala eran los dos enormes butacones giratorios y el instrumental ordenado en una repisa de cristal. Cuando bien aitite o el tío José me llevaban a “raparme”, Sierra colocaba encima del sillón una especie de cajón, Allí me sentaba y cubría con un mantel anudado alrededor del cuello. A continuación, comenzaba su labor. Sonaba el instrumental, “chas, chas”. Y yo no me movía. Temía que si lo hacía me cortara en una oreja.
Tiempo después, en Basauri, a los tres hermanos nos cortaban el pelo en casa. Venía un hombre mayor. Gallego para más señas y amigo o conocido de mis abuelos. Aquel personaje había aprendido el oficio en su etapa migratoria en Suiza. Era un hombre menudo, ya entrado en años. Traía un pequeño maletín en el que guardaba las tijeras, los peines y un cepillo. Hablaba muy poco pero cuando lo hacía le delataba el acento del idioma de la nación de Breogán. Terminada la faena, mi madre le pagaba. No sé cuanto, pero no era mucho. Para él era un sobresueldo que le ayudaba en el sustento.
Con los años, el corte de pelo a domicilio se acabó y mi cabeza fue moldeada primero en la peluquería Basconia que era donde se cortaba el pelo mi padre y, más tarde, donde Cabaré, un establecimiento regentado por tres hermanos que cantaban y tocaban la guitarra. Era un negocio familiar regentado por unos chirenes de toda la vida y muy populares en la zona.
La peluquería que visito hoy poco tiene que ver con aquellas experiencias. Ni en las técnicas ni en los medios con los que los profesionales trabajan. Todo ha evolucionado. Bueno, casi todo, porque todavía hay fotos de modelos que lucen peinados de película o de mundial de fútbol. Sin embargo, ya a nadie se le ocurre plantarse en una peluquería sin tener una cita previa. Antes era cuestión de llegar y esperar turno leyendo revistas o novelas de Marcial Lafuente Estefanía. Hoy eso es imposible.
Lo que no ha cambiado demasiado es, junto a la destreza en el corte, la facilidad de palabra que atesoran los profesionales. Los peluqueros -los que yo conozco- son magníficos conversadores.
El barbero que se ocupa de mi testa actualmente se llama Paco. Es de origen salmantino pero su arraigo está aquí. Su experiencia demuestra un reconocido prestigio. Como la mayoría de sus compañeros de gremio, Paco es un trabajador autónomo al que no le queda más remedio que currar con denuedo para sacar adelante su negocio. Mete todas las horas del mundo para hacer rentable su apuesta de autoempleo. Son muchas las facturas que hay que pagar, desde el alquiler del local, los gastos de mantenimiento, los materiales, las tasas, las aportaciones a la Seguridad Social y la factura de la luz, que en estos últimos meses se ha disparado considerablemente. Y a todo eso solo se responde metiendo horas.
El año 2012, un gobierno presidido por Mariano Rajoy decidió, como medida que paliara los efectos recaudatorios de la crisis económica, incrementar el impuesto del valor añadido de las actividades estéticas. Así, de un plumazo, las peluquerías dejaron de tributar al 8% para hacerlo al 21%. Trece puntos de golpe y porrazo que muchos establecimientos no repercutieron directamente en el cliente asumiendo tal gravamen como propio, haciendo menguar notablemente sus ingresos netos. De cada veinte euros que cuesta el corte de pelo, algo más de cuatro se lo lleva el fisco.
Desde entonces los distintos profesionales y asociaciones que engloba a las actividades estéticas y peluquerías, llevan movilizándose para que los sucesivos gobiernos que desde el año doce a nuestros días ha habido en el Estado, reviertan la medida y devuelvan la tributación al IVA reducido del 10%. Ninguna administración central -aquí no tenemos capacidad legislativa en la materia- les ha hecho caso.
Ni los socialistas de Pedro Sánchez que catalogó a las peluquerías como “servicios esenciales” en los tiempos iniciales de la pandemia. Por entonces, en el conjunto del Estado existían 50.000 establecimientos de este tipo. En junio del presente año quedaban 35.000 y un estudio desarrollado últimamente en el sector desvela que de no acometerse el retorno del IVA al ámbito reducido, terminarán por echar el cierre otras 17.000 peluquerías. La pérdida directa de estos cierres se elevará -vía impuestos- a los 140 millones de euros a los que habrá que añadir el número de nuevos trabajadores que engrosarán la lista del paro (cerca del 70% de los negocios son atendidos unipersonalmente en un sector de alta incidencia feminizada).
La esperanza del gremio se citaba con el proyecto de presupuestos para el próximo año. El gobierno socialista de Pedro Sánchez se resiste a devolver el IVA al tramo reducido hasta el punto de obligar a la anterior presidenta del Senado -la hoy ministra de Justicia- a invalidar irregularmente un acuerdo del Senado en tal sentido.
Ahora, la historia vuelve a repetirse con el trámite presupuestario en la Cámara Alta. Dos enmiendas, una del PP técnicamente deficiente y otra presentada por el senador autonómico de Navarra (representativo de Geroa Bai), reclaman la modificación tributaria para llevar el IVA de las peluquerías al 10%. (Tiene guasa que el PP apoye revertir lo que su gobierno hizo).
El gobierno español, por mandato de la ministra Montero, ha vuelto a solicitar el veto de tales enmiendas. No quieren tan siquiera que sean tratadas en el Senado -el PSOE no tiene mayoría suficiente- porque temen que si se someten a votación salgan adelante. De ser así, el presupuesto debería volver al Congreso, lo que supondría un retraso de una semana en la aprobación de las cuentas. Además, el dictamen a ratificar por los diputados contemplaría la medida de reducir el IVA aprobada en el Senado. En esa tesitura, el PSOE tendría -entonces sí- que votar a favor de dicho dictamen si quisiera aprobar definitivamente la ley presupuestaria.
Esto, a ojos de todos, sería una amarga derrota del gobierno socialista. Un duro trago que debería haber evitado si el ejecutivo hubiese manifestado un mayor talante negociador o rebajado la dosis de autosuficiencia y soberbia con la que han actuado frente a propios y extraños. Actuar así, siempre tiene consecuencias, aunque en este caso solo sea un mal trago de amargura.
El desenlace de esta trama se producirá previsiblemente entre los días 20 y 21 próximos. El lunes y el martes.
Dependerá de las decisiones que se tomen, tanto en la Mesa de la cámara, como en la votación de las enmiendas si estas se producen finalmente. En ambos casos, la posición que adopte una fuerza política -el PNV- será determinante. Tanto en la Mesa -donde tiene un representante- como en el pleno, donde su grupo de diez senadores/as representa la cuarta fuerza parlamentaria.
Tampoco se descarta que los socialistas, enrabietados por una situación que estuvo en su mano evitar, intenten respuestas de escasa legitimidad reglamentaria y legal. Ya lo hicieron anteriormente con esta misma materia. Repetir una cacicada de la presidencia de la Cámara podría tener consecuencias no deseadas como la judicialización del presupuesto. Un conflicto que emponzoñaría la actividad política e institucional. * Miembro del Euskadi Buru Batzar del PNV