na crisis es un momento agudo y excepcional, en el que se decide la supervivencia de un organismo o de una institución y tras el cual viene la extinción de quien la padece, se recupera la anterior normalidad o se realizan las transformaciones necesarias para garantizar la propia supervivencia. Algunas de las actuales catástrofes pueden entenderse así, como una crisis más, que tarde o temprano se resuelven con vacunas, ayudas económicas y reparaciones. Pero hay otra parte que no. Existen dimensiones de las crisis que no son transitorias o excepcionales y en relación con las cuales no tiene sentido hablar de “vuelta a la normalidad”.

El sociólogo Bruno Latour expresaba sus buenos deseos afirmando que ojalá estuviéramos únicamente ante una crisis. Quien habla hoy de crisis parece quererse tranquilizar mencionando un hecho grave pero pasajero. La metáfora de la crisis alude a un fallo ocasional, dando a entender que fuera de ese aspecto o momento discurre una sociedad estable y equilibrada. Pero la realidad es muy distinta: los diagnósticos que se hacen están llenos interrogantes y aspectos controvertidos, no hay unanimidad en cuanto a las soluciones y no podemos dar por supuesto que disponemos de los instrumentos adecuados para hacerles frente. No deberíamos engañarnos pensando que solo nos falta decisión y voluntad política. Incluso aunque sepamos a dónde hay que ir, no está del todo claro cómo se hace la transición, si disponemos de los instrumentos adecuados, quién acarrea con los costes, qué intereses y valores deben tener más peso en el balance. Las soluciones se refieren a cambios en nuestro modo de vivir, pero cuál sea la fórmula para hacerlo no es evidente y está fuera de la lógica habitual de nuestras instituciones, que fueron diseñadas para hacer otro tipo de cosas mucho más simples.

No estamos en medio de una crisis (ni siquiera de varias, como suele asegurarse, por ejemplo, con el término sindemia); no vivimos en una sociedad en la que hay contagios sino en una sociedad contagiosa; estamos en un mundo epidémico y no tanto en un mundo en el que irrumpen de vez en cuando las epidemias, de inestabilidad financiera sistémica más que de crisis económicas ocasionales. Creo no exagerar si afirmo que no estamos preparados para vivir y gobernar un mundo en el que no hay crisis sino que es crítico, cuyas sociedades y gobiernos viven en medio de una inestabilidad mayor de la que son capaces de gestionar. Que la sociedad se encuentre en un estado de crisis permanente no quiere decir que haya muchas crisis sino que no hay un mundo exterior desde el que nos llegaran esas crisis y que es muy improbable que seamos capaces de algo que pudiera calificarse propiamente como su solución. Donde mejor se comprueba esto es en el hecho de que no sabemos cómo ni cuándo se terminan las crisis. Los seres humanos discutimos mucho acerca de la naturaleza de las crisis en las que nos encontramos, pero nos resulta más difícil ponernos de acuerdo acerca de la normalidad a la que deberíamos aspirar, si esta consiste en lo que está después de la sacudida, si es una recuperación del momento anterior a la crisis o comporta un cambio transformador. Si al menos pudiéramos encontrar algo parecido a un culpable exterior a nuestra sociedad, pero no, el problema es que la sociedad tiene un problema con ella misma. No se trata de meteoritos que caen desde el espacio sino de crisis que producimos con unas prácticas y con unas instituciones con las que tendríamos que solucionarlas. Esa coincidencia entre quien origina tales crisis y quien debería de resolverlas es el verdadero problema a la hora de abordarlas.

Ayudan muy poco a hacerse cargo de la situación aquellas interpretaciones tranquilizantes que entienden las crisis como situaciones provisionales, excepcionales, momentos de cambio o puntos de inflexión, de manera que la inestabilidad financiera, el cambio climático, las pandemias o las crisis políticas fueran cosas que suceden y acaban, sin plantearse que se trata más bien de fenómenos que revelan diversos problemas estructurales en nuestras prácticas sociales. De ahí que tampoco sea muy eficaz ni honesto situarse en esa exterioridad de quien ejerce la crítica social como si no tuviera uno nada que ver con el asunto y como si la dificultad de todo ello se debiera a falta de conocimiento o de voluntad política. Uno puede presentarse como intelectual indignado, militante ecologista e incluso como la reina de Inglaterra que se dice preocupada porque “se habla mucho y no se hace nada”; todo ello son gestos y discursos que pueden hacernos perder de vista que se trata de un fenómeno de gran complejidad y hasta cierto punto ingobernable. Es muy necesaria la crítica, pero esta es más eficaz cuando se realiza teniendo en cuenta las razones por las que personas y sociedades se resisten a cambiar, qué debilidad institucional se pone de manifiesto en unas apelaciones que no terminan de modificar los hábitos que nos llevan a tales situaciones de crisis, por qué los humanos apenas cambiamos cuando sabemos lo que deberíamos hacer, pero nada más, incluso aunque ese conocimiento ofrezca datos irrefutables de que vamos hacia la catástrofe. La crítica social que se despliega con ocasión de cada crisis ha reflexionado muy poco acerca de unos seres que pueden saber lo que hay que hacer y no hacerlo.

Si es difícil comprender e identificar los riesgos que generamos, todavía lo es mucho más gestionarlos. Tenemos que atender a tal cantidad de factores que nuestra capacidad de comprensión y gestión se ve sobrepasada. Interdependencia equivale a dependencia mutua, a intemperie compartida, a protecciones insuficientes, a que no se puede hacer una cosa primero y luego otra, sino que todo debe ser acometido a la vez, de manera que hemos dejado de gozar de la comodidad de la división del trabajo o del principio de primacía de lo propio. La agenda de una sociedad del riesgo es una agenda de locos. * Catedrático de Filosofía Política, investigador Ikerbasque en la Universidad del País Vasco y profesor en el Instituto Europeo de Florencia