n algún momento del pasado reciente, el mayor desafío para los megaproyectos dejó de ser la capacidad para superar los obstáculos de ingeniería y las cargas laborales, y pasó a ser los procesos administrativos, de gestión y de planificación. En otras palabras, rara vez se da el caso en el que los constructores y los ingenieros no pueden construir: son las complejidades burocráticas y los esfuerzos de diseño descoordinados los que impiden que las megaconstrucciones se lleven a cabo o que fracasen en sus objetivos cuando se llevan a cabo. Y los megaproyectos fracasados no son pocos.
El antiguo Egipto construyó megaproyectos brillantes y precozmente innovadores que requirieron inventos en ingeniería civil, infraestructura y la construcción de complejas estructuras. Ese trabajo en piedra desafía incluso la tecnología actual en algunos aspectos. De todos modos, los egipcios no fueron los primeros constructores de megaproyectos: las ruinas de Goebetlitepe, en Turquía, los precedieron en seis milenios.
La Revolución Industrial, y la subsiguiente Era de la Manufactura, presidieron la disminución gradual del diseño cualificado y la artesanía en los megaproyectos construidos. La desaparición coincide con la última de las oleadas de inmigrantes europeos posteriores a la Segunda Guerra Mundial que se sumaron a los artesanos en Estados Unidos.
También desde la Revolución Industrial, los megaproyectos se han hecho más pragmáticos y han eliminado mito y religión, y cualquier referencia indirecta a ellos. Los componentes arquitectónicos icónicos en muchos megaproyectos recientes tratan, en cierto modo, de suplir esa ausencia de mitos y de trascendencia en las edificaciones. Son, sin embargo, iconos que apelan al consumismo, la celebridad y la sociedad del espectáculo.
Pero hoy también vemos otro tipo de megaproyecto: el megaproyecto virtual o no asociado a lugares o territorios, ni a construcciones específicas. Por ejemplo, los grandes diseños de políticas públicas, o las redes de infraestructuras de seguridad, son ingentes megaproyectos que requieren un gran esfuerzo de planificación, coordinación y una vision similar a la de la ingeniería de sistemas para su puesta en práctica.
Estos megaproyectos carecen también del componente mítico de, por ejemplo, las Siete Maravillas del Mundo o las catedrales medievales europeas. Rem Koolhaas llama “automonumentos” a las torres y megaproyectos en el Golfo Pérsico y China, un concepto que expresa auto-referencialidad, carencia de trascendencia. Walter Benjamin diría que carecen de “aura” por lo fácil que es replicarlos y lo mucho que se han reproducido.
La manifestación física de los megaproyectos actuales no representa un ideal abstracto, una institución, una importancia excepcional, una articulación tridimensional y legible de una jerarquía social. La construcción es ella misma y, por puro volumen, no puede evitar ser un símbolo vacío.
Por el contrario, la dimensión quizá más significativa de los megaproyectos es la de sus impactos, impactos muy reales y masivos muchas veces. Y ello justifica que sea necesario un enfoque socio-económico del fenómeno de los megaproyectos que supere las limitaciones de los enfoques centrados en el diseño o la gestión y el planeamiento.
Los megaproyectos tienen relevancia en muchos de los más importantes debates globales actuales: por supuesto, el de la sostenibilidad y el desarrollo sostenible, aunque hay todavía pocas investigaciones realizadas a este respecto. Pero los megaproyectos también centran las discusiones acerca de tecnificar la industria de la construcción, y se debate mucho acerca de su encaje en los diseños de políticas públicas y en la articulación de las llamadas PPPs (public-private partnerships), cada vez más cuestionadas en su formulación habitual.
Debido a su dimensión y a sus impactos, los megaproyectos son, como adecuadamente afirmaba Albert O. Hirschman, “partículas privilegiadas” en los procesos de desarrollo y, naturalmente, ocupan un lugar destacado en los debates actuales sobre qué modelo o modelos de desarrollo debemos poner en práctica en un escenario global complejo, disruptivo y de riesgos planetarios.
Por otro lado, los megaproyectos no son ajenos a la evolución del paradigma de las smart cities, los ecosistemas inteligentes y las posibles aplicaciones de la Inteligencia Artificial (IA) al built environment (los ecosistemas construidos). Un número especial de la revista Journal of Mega Infrastructure and Sustainable Development, en el que participo, se dedicará a los posibles impactos de la IA en las megaconstrucciones y las infraestructuras.
En algún momento del futuro próximo, los megaproyectos seran diseñados completamente con sistemas BIM (Building Information Management), fabricados por medio sistemas de CNC (Computer Numerical Control) o impresoras 3D e instalados con robots. Por una mera cuestión de reducción de costes, el mundo será construido por máquinas y, para algunos, ello constituye un escenario orwelliano.
Naturalmente, los megaproyectos tienen también un componente geo-económico y geo-político. Por ejemplo, a cambio de nuevos y relucientes estadios de fútbol, carreteras, autopistas, presas y otros megaproyectos, los funcionarios africanos ceden derechos sobre la tierra a inversores chinos para que la exploten.
Los chinos invierten entre 60 y 70.000 millones de dólares al año en la construcción de megaproyectos en África. En comparación, DeLoitte afirma que EEUU tiene previsto invertir “solamente” alrededor de 2.500 millones de dólares anuales en la República Democrática del Congo y Sudáfrica, hasta 2028, y un total de 18.000 millones anuales en el continente en su conjunto.
Se habla de los desplazados por el cambio climático, aunque no tanto de los desplazados por las megaconstrucciones. La Presa de las Tres Gargantas, en China, protegió a los habitantes aguas abajo del río Yangtze de inundaciones perpetuas y proporciona 22.500 MW de energía hidroeléctrica limpia y barata (es, desde 2012, la mayor estación del mundo medida en capacidad de producción de electricidad).
Sin embargo, desplazó a 1,3 millones de agricultores chinos a su paso, creó escenarios ambientales peligrosos y enterró permanentemente varios sitios con restos arqueológicos importantes.
La “tergiversación estratégica” es el eufemismo que a los planificadores y gestores de megaproyectos les gusta usar para referirse al engaño y la mentira. Este no es un sesgo cognitivo; está calculado. Consiste, junto con el “sesgo de optimismo”, en exagerar los beneficios y minimizar los costes y riesgos de un megaproyecto para que sea aprobado. Esta práctica, muy extendida, podría explicar que, en el Estado español, la Asociación de Geógrafos calcule un despilfarro en infraestructuras de 80.000 millones de euros en las últimas décadas.
Hay ejemplos por doquier y, a pesar de todos los problemas que presentan los megaproyectos, se construyen en un número cada vez mayor y son cada vez más gigantescos: de “mega” estamos pasando a “giga” proyectos (como afirma la American Society of Civil Engineers) y a “tera” proyectos. En el caso del urbanismo, muchos megaproyectos recientes son ciudades enteras de nueva construcción. Egipto o Indonesia están construyendo nuevas capitales, como hiciera Brasil hace décadas.
Es necesario abordar la problemática de los megaproyectos en relación directa con los retos socio-económicos y ecológicos globales y supeditar los intereses privados a las necesidades comunes, por medio de una gobernanza efectiva y políticas eficaces.
Son momentos propicios para ello, aunque corremos el riesgo de subcontratar responsabilidades por medio de meras asignaciones monetarias a proyectos privados. Con ello solamente obtendremos un incremento de los riesgos, como tantas veces ha ocurrido con decisiones similares. * U.S. Fulbright Professional Ambassador, Massachusetts. Institute of Technology, London School of Economics