a empezado en Glasgow la COP26. Habrá grandes declaraciones, buenas intenciones y algunas promesas para enfrentar la crisis climática. Por unos días parecerá que la Vida se pone en el centro y que a ella se supeditarán algunas decisiones importantes. Sin embargo, la realidad es más cruda y sabemos que esa batalla por la Vida del planeta y de los seres que en él vivimos se juega en infinidad de comunidades y territorios donde día a día las políticas extractivistas siguen destruyendo la tierra. Alejémonos un poco de Glasgow y hablemos de ello; miremos a esas comunidades donde se cierra el paso a la Vida.
El domingo 24 de octubre el presidente de Guatemala Alejandro Giammattei declara el estado de sitio en el pueblo de El Estor, departamento de Izabal. Esta declaración implica limitar el derecho de manifestación y reunión, permite a las fuerzas de seguridad realizar detenciones sin orden judicial, alarga el tiempo de detención e interrogatorios, establece un toque de queda para la población de doce horas, así como otras restricciones a las libertades civiles. Ese mismo día el presidente anunciaba la emisión inmediata de decenas de órdenes de detención. Para ese momento, ya se habían enviado al municipio cientos de soldados y policías, hasta superar el millar.
Desde fuera de Guatemala podría suponerse que todo este despliegue de medidas responde al objetivo de poner fin a un intento revolucionario altamente avanzado que caminaba hacia la toma del poder; o quizás, a un eventual ataque coordinado de comandos terroristas que pretenden una invasión del territorio nacional. Pero, nada más lejos de la realidad.
La verdad es que en El Estor se despliega un complejo minero de extracción de níquel y de las llamadas tierras raras, en manos de la empresa suiza Solway, cuyos dueños últimos son capitales rusos. Como en todo proceso extractivo de esta índole, tan común en los llamados países del Sur global, no se ha consultado a la población y ésta asiste desde hace décadas a la destrucción y expolio de su territorio, deforestación y contaminación incluida de los cerros y del lago Izabal, el más grande del país, y de los ríos que proveen todos ellos de una fuente de vida esencial.
En 2019, después de años de conflicto y protestas, la Corte de Constitucionalidad de Guatemala da, en cierto modo, la razón al pueblo q’eqchi’, auténtico dueño del territorio desde hace siglos. La sentencia establece que se debe consultar a las comunidades afectadas, tal y como establece el Convenio 169 de la Organización Internacional del Trabajo (OIT), ratificado hace años por el estado guatemalteco y, por lo tanto, ley en el país. Establece igualmente que, mientras no se produzca dicha consulta, se deben paralizar las actividades extractivas. Ante esta situación, la respuesta de la empresa es clara: “El tema de cerrar nuestras operaciones simplemente no está sobre la mesa, porque no hay razones para ello”, concluye Dmitry Kurdrykov, presidente de la empresa minera, dejando patente su talante prepotente y su disposición a ignorar las decisiones judiciales de un estado, aparentemente, soberano.
Resulta evidente que el poder ejecutivo no solo debe de velar por los intereses y bienestar de la población, sino que, aunque no fuera esta su prioridad, debe hacer cumplir la sentencia del más alto organismo judicial del país. Pero Guatemala es otra cosa en la que no necesariamente rigen estas mínimas complejidades de cualquier estado democrático. Por eso, desde 2019 la empresa transnacional sigue operando con relativa tranquilidad, haciendo caso omiso de la sentencia y, quizás, pagando sus comisiones a una parte importante del ejecutivo para que no haga intención de hacerla cumplir. Es importante señalar aquí que el negocio para la empresa es redondo; según la Ley de Minería de Guatemala, la empresa abonará al estado el 1% de sus beneficios en concepto de impuestos, lo que, evidentemente, es ridículo ante unas ganancias anuales que superan los ampliamente los cientos de miles de dólares.
Por el contrario, la mayoría de la población mantiene su oposición al proyecto minero, así como la determinación de hacer respetar sus derechos colectivos e individuales y, por tanto, de seguir luchando por unas condiciones de vida dignas que no pasen por la destrucción de su territorio. Así, el pasado 3 de octubre la resistencia pacífica opta por cerrar el paso a los transportes de carbón que van hacia el complejo minero y que son necesarios para mantener en funcionamiento los enormes hornos de este, y que vuelven al puerto con los minerales extraídos para su embarque hacia Europa.
La reacción del gobierno es inmediata: enviar policías y militares, criminalizar la resistencia, golpear a sus liderazgos, gasear a la población y hostigar a los medios de comunicación populares que dan cobertura a la protesta social. Acompañado todo ello de órdenes de detención, allanamientos de domicilios, restricción a las libertades civiles y una amplia campaña mediática en contra de quienes se oponen al desarrollo del país; cuando menos esto último es la base argumental para la campaña criminalizadora.
La otra realidad, además de la represiva que se desarrolla en estas semanas, tiene que ver con un sistemático incumplimiento de los derechos reconocidos en infinidad de instrumentos nacionales e internacionales. Por ejemplo, el desencadenante último de las actuales protestas tiene que ver con un proceso que se abre de preconsulta a la población. En apariencia se trataría de cumplir con la sentencia del tribunal y con el Convenio 169 de la OIT que obliga a empresas y estados a consultar a la población cuando se ponen en marcha proyectos que afectarán de forma determinante su presente y futuro. Claro que, como se suele decir, hecha la ley hecha la trampa; se consulta a quienes están a favor del proyecto minero, ganados mediante engaños y promesas huecas de desarrollo, además de a través de algunos empleos precarios. De esta forma, después de dos años de incumplimiento, y sin paralizar la extracción de minerales, la empresa arma un proceso de consulta que deja fuera a un número importante de comunidades afectadas, buscando así la respuesta afirmativa al proyecto minero.
Un hecho importante a destacar en este caso es el ataque directo contra la comunicación popular y alternativa. Estos son los pocos medios que informan sobre la dura represión que viven las comunidades, pues la mayoría de los medios de comunicación tradicionales están, claramente, también al servicio de los intereses de la empresa y gobierno. Por esto último, se hace fundamental anular los pocos espacios que dan cabida a la realidad de violación sistemática de los derechos humanos colectivos y humanos.
De esta forma, El Estor, una comunidad difícil de ubicar en el mapa de la crisis climática, se constituye en paradigma de un frente de lucha que se oculta. Sobre él no se hablará en Glasgow y, sin quitar importancia a lo que se decida en esta ciudad escocesa, subrayamos que es en El Estor y en otras miles de comunidades donde realmente hoy se juega el presente y futuro de este planeta. El 1,5% o los 2% que pueden definir las condiciones de vida para las generaciones futuras deben empezar a limitarse en comunidades como la aquí señalada. De lo contrario, seguiremos escuchando a los líderes mundiales hacer grandilocuentes declaraciones y algunas promesas mientras la vida y el futuro se hacen imposible para millones de personas en el planeta. * Miembro de Mugarik Gabe y del Observatorio de Derechos en América Latina