anuel Irujo regresó a Navarra por Noain, recibido y aclamado por una multitud que, pese a su larga ausencia impuesta por la dictadura, no le había olvidado. Era anciano pero no lo parecía porque el reencuentro con su pueblo lo revitalizó y abrió los brazos en un gesto de saludo y recogimiento. Su primera visita fue a Lizarra, a rezar por sus muertos, por su alcalde Fortunato Agirre. Luego paseó por la plaza Santiago para ver el balcón cerrado de su casa familiar, donde de niño se asomaba para ver la feria y escuchar las campanas de las iglesias. Se formó entre ese campaneo del camino de Santiago, el bullicio de la gente animosa y su vivaz comercio, que eso era Lizarra. En la biblioteca de sus antepasados cabían y en sitio de honor, los Fueros de Navarra, sobre todo el de Estella, que estudió. Quiso que siguieran siendo norma de conducta por ser expresión de derechos humanos cuando el término aún no estaba enunciado en Europa.
En 1977 se estrenaba democracia en el Estado español. La amnistía propició la llegada de Manuel Irujo y su partido, EAJ-PNV, emergía de la clandestinidad al que le sometió el dictador militar. Los eventos de Hondarribia y Noain al regreso de Irujo, desbordó las expectativas y así, en esa euforia, se planteó un acto de presentación pública del partido, retomando la figura de uno de los hombres que encaraba la lucha por el Estatuto, que en principio fue Estatuto Vasco Navarro y al que las fuerzas turbias de la derecha conservadora, pese al voto a favor de sus ayuntamientos, tumbaron. Irujo representaba la protesta civilizada por un reencuentro de los pueblos vascos y la irreductible confianza de que tal sueño sería alcanzado.
Aralar resonó en los labios de Manuel y su sobrino Pello, con acento de resurrección. Se obvió la dificultad de acceder al santuario, no se calibró la edad de un Irujo octogenario. Se nombró Aralar y se creyó en el milagro. Y el milagro sucedió. Cientos de personas acudieron a la reclamación, se organizaron en lo que habrían de ser, eran, las Juntas Municipales y los órganos del partido, se ondeó la Ikurriña, símbolo de unidad de un pueblo que estaba dispuesto a reconquistar su Fuero. Que ahí estaba para guiarles, entre otros, Manuel Irujo, un dirigente fiel y honrado.
En un día de septiembre de este año, fuimos recorriendo el camino tortuoso de 1977. De Lekunberri, donde muchos autobuses entonces estacionaron, hasta la cima de Aralar. La carretera parecía fundirse, retorcida, en un mar de hierba verde, bajo la sombra de hayas y robles, rodeando los 44 dólmenes que recuerda cuán viejos somos en el tiempo, esquivando pottokas, ovejas y vacas que parecen pastar a su albedrío. Cuando llegamos al alto de la sierra de Aralar, contemplamos con la admiración de siempre, el espectáculo de las sierras de Urbasa y Andia, el valle de la Burunda, la robustez de un santuario milenario, símbolo de religión y mitología, de literatura y concurrencia. Antes de entrar en la iglesia, me detuve en la oquedad en la se puede escuchar el rugido de Erensuge, el dragón de las siete cabezas, catorce ojos y orejas y bocas por las que echa fuego y que le crecen cada siete años. Vencido por San Miguel yace para siempre en las entrañas sombrías de la tierra.
Dentro de la bóveda románica, sencilla y majestuosa, nos enfrentamos al recuperado altar de piedra milenario, al resplandor dorado y turquesa de su maravilloso retablo, a la efigie del Ángel en cuyo interior puede guardarse un retazo de la cruz de Cristo. Nos iban explicando la historia el capellán Mikel Gartziandia y su ayudante José Ma. Uztarroz. Accedimos a la sacristía, nos enfrentamos a una sobria cruz negra colgada en la pared, la Cruz de Estocolmo, posesión que fue del obispo Pedro de París, de Artajona, s. XIII. Entonces Gipuzkoa civilmente era Castilla, pero eclesíasticamente Navarra, cuyo santuario principal era Aralar. La Cruz fue donada por Manuel Irujo, posiblemente antes de 1977, y preside la Adoración de la Cruz en la ceremonia de Viernes Santo.
Hubo emoción en el reencuentro histórico, como si los siglos no hubiesen pasado y es que quizá no pasen en Aralar, es parte de su prodigio. Fluyeron los recuerdos del día de Aralar, el Alderdi Eguna del 77, cuando Irujo regresó al santuario, fiel a la religión de sus abuelos, constante en la reclamación foral de sus antepasados. Recordaba Uztarroz los febriles trabajos de preparación de las letrinas, tarea mínima pero urgente, la puesta en marcha de un dispositivo de recepción que atendiera no solo a intereses políticos, sino a proyectos nacionales. Había que dar la bienvenida a hermanos dispersos, celebrar el regreso a la Libertad.
Conmocionada, sentí el rugir de Erensuge bajo los pies, la apertura de la bóveda milenaria sobre mi cabeza. Me pareció escuchar el motor del último bus que llegó a la cima, a la gente que llegaba cantando, que cantando se bajó un momento porque ya era el atardecer, y cantando retornó camino a Bermeo. Evoqué la figura de Irujo, el león de Navarra, con los brazos abiertos, la frente despejada, la sonrisa fácil y la voz sonora que recordaba que los baskones habíamos recorrido siglos por vericuetos tortuosos pero que al fin, estábamos vislumbrando la luz de la esperanza. De la resurrección. * Escritora y bibliotecaria