edir perdón es una acción magnífica cuando significa una asunción de responsabilidad por una conducta propia que ha perjudicado a otra u otras personas, cuando conlleva arrepentimiento, condolencia del sufrimiento ajeno que se ha causado y propósito de reparar, en lo posible, el daño provocado. Resulta menos elogiable si lo que se persigue únicamente es obtener la cancelación de la deuda contraída, tranquilizar la conciencia y pasar página como si nada hubiera sucedido. Que de todo hay.
La cuestión de quién ha de pedir perdón resulta muy sencilla cuando hablamos de una responsabilidad individual -lo tiene que hacer la persona cuya conducta, por acción u omisión, ha provocado el daño, y lo tiene que hacer a la persona que lo ha soportado- y muy compleja cuando hablamos de responsabilidades colectivas. Cuando la conducta perjudicial es atribuible a un colectivo, resulta más dudoso quién puede hablar en nombre de este, quién tiene legitimidad para representarlo; a veces, similar complejidad se presenta al determinar cuál es la comunidad perjudicada, si el daño no ha sido individual sino compartido por un colectivo, a quién hay que pedir perdón y quién puede representar al colectivo dañado para recibir la petición y, en su caso, otorgar el perdón. Más difícil aún resulta cuando las responsabilidades, o los daños, son heredadas.
Se simplifica un poco la cosa si hablamos de colectivos dotados de personalidad jurídica. Las personas jurídicas asumen las conductas de sus miembros, sean accionistas, socios, directivos, empleados, asumen la responsabilidad por los daños causados y sus representantes legales, presidentes, directores, gerentes, administradores, son quienes tienen la capacidad de hablar en nombre de la entidad, los que podrán o deberán pedir perdón. Las personas jurídicas perjudicadas tendrán siempre, también, unos representantes a quienes dirigirse para pedir perdón. Cuando están implicadas instituciones con personalidad jurídica todo es más sencillo, incluso aunque estemos hablando de hechos dañosos sucedidos hace mucho tiempo, siglos incluso. Por los daños ocasionados por la Iglesia católica durante la evangelización de América ha pedido perdón el papa Francisco. Hablamos de una institución que permanece a lo largo del tiempo y que tiene un representante visible, que sucede regularmente a sus antecesores tanto en cuanto a prerrogativas como en obligaciones y responsabilidades. Podrá discutirse sobre cuáles fueron esos daños, incluso si existieron, pero no sobre quién ha de pedir perdón, en su caso.
No sucede lo mismo cuando situamos las responsabilidades colectivas en esa problemática comunidad a la que llamamos nación. En la percepción generalizada durante los últimos siglos, la nación es una persona moral dotada de una vida con vocación de eternidad. En unos casos, existe desde siempre, no se puede datar su inicio (“los vascos no datamos”, que escribió Unamuno), pero incluso cuando hay una fecha de nacimiento (la tienen los Estados Unidos o Nueva Zelanda), se supone que la nación es inmortal. Y es una persona perfectamente reconocible y delimitable; quienes creen en ella saben perfectamente qué territorios abarca (aunque puedan estar ocupados por otros) y qué personas comprende (aunque no quieran). Los que consideran como una verdad evidente que el mundo se compone de naciones, igual que se compone de personas y de familias, que son una realidad natural y objetiva, no tienen problema en identificar qué naciones deben ¿o no? pedir perdón a qué otras naciones por agravios del pasado. Así, resulta que España debe pedir perdón a México por todos los daños causados durante la colonización, en el sentir de quienes la colonización fue injusta y dañosa. Otros creen que España no debe pedir perdón a México (o a cualquier otra nación hispanoamericana) porque la colonización fue justa y benéfica, sin perjuicio de algún pequeño daño colateral cuya responsabilidad hay que exigir de sujetos individuales que, por desgracia, ya no están entre nosotros. Al contrario, México debe estar agradecida a España. En cualquier caso, no se pone en duda cuáles son los sujetos implicados, sea una relación venturosa o sea una relación execrable.
Yo lo veo más complicado. No creo en la existencia natural de las naciones, me parecen un artefacto cultural creado (con enorme éxito, me confieso militante del bando perdedor) en una determinada época de la historia, los dos o tres últimos siglos y principalmente como “comunidad imaginada”, según la definió Benedict Anderson. Imaginada por las personas que se perciben a sí mismas como parte de ese grupo. Una de las ventajas de tal carácter imaginativo de la nación es que se pueden elegir antepasados. Los que creen en una nación española cuyo origen se pierde en la noche de los tiempos se imaginan compartiendo nacionalidad con los valientes numantinos, antiguos españoles que resistieron heroicamente la invasión de los romanos. Yo doy por hecho que, dado que los numantinos se inmolaron colectivamente, los modernos españoles no pueden ser descendientes suyos; más probablemente sean descendientes de los romanos victoriosos. También me parece más probable que los mexicanos actuales sean, al menos en parte, descendientes de los conquistadores españoles que fueron a América, que de los antepasados de los españoles actuales que no se movieron de este lado del charco. Pero la lógica nacional no funciona así; la persona moral se desliga de las personas físicas. España, la nación española, asume las glorias o miserias de la colonización porque se imagina a sí misma como titular del Imperio de siglos pasados; México asume la condición de víctima conquistada porque se imagina a sí mismo como sujeto preexistente a la colonización.
Alguien me dirá que la España actual es sucesora de aquella España imperial que colonizó América y que como tal ha de responder de sus hechos. Si aceptamos España como la gloriosa y eterna nación española unificada por los Reyes Católicos, lleva razón. Si se considera que la España actual es, principalmente, el Estado-nación surgido entre los siglos XVIII y XIX de los restos de aquel imperio, la cosa cambia un poquito. Si consideras que España no descubrió América, sino que lo hizo un marino genovés por cuenta de los reyes de Castilla y Aragón cuando España no era un reino sino una referencia geográfica (el primer monarca que se llamó rey de España fue José Bonaparte en 1808), la perspectiva es otra. Por supuesto que los estados, como personas jurídicas, también adquieren responsabilidad por las conductas de los individuos que actúan en su nombre. Pero, ¿actuaba Cristóbal Colón en nombre de España? ¿Debe responder la España actual, de los hechos de Cristóbal Colón? O, si se quiere, ¿puede presumir la España actual de las gestas de Cristóbal Colón, hasta el punto de tener como fiesta nacional el día en que arribó a América?
Sí, de acuerdo, en las relaciones internacionales se admite la doctrina de la sucesión de estados. Los estados, a diferencia de las naciones que son inmortales, nacen y mueren, se dividen y se unifican, se independizan o se federan. Y, jurídicamente, se entiende que los estados surgidos de la división de otro asumen la parte de responsabilidad que les corresponde, igual que los estados surgidos de la unión de otros asumen la totalidad de las responsabilidades de las partes unificadas. El Estado español actual, la España actual, sucedió a los reinos de Castilla, León, Aragón, Navarra, Granada, etc., cuyos monarcas conquistaron y rigieron buena parte de las Indias. Pero cuando se produjo la independencia de las colonias americanas, los nuevos estados también sucedieron a aquellos reinos. México, o Argentina, o Perú, son estados sucesores del Imperio español. Heredaron las leyes, las instituciones, las tierras, los palacios, los edificios administrativos, los cuarteles, las aguas territoriales, las minas, las deudas, los tratados de delimitación de fronteras, los esclavos. Los presidentes de la República de aquellos países son sucesores en la jefatura del Estado de los reyes españoles (como el presidente de los Estados Unidos es sucesor del rey de Inglaterra, no de los jefes de las tribus indígenas). Claro que esto solo a nivel legal. A nivel imaginario, que es donde se desarrollan las naciones, el presidente de México es sucesor de Moctezuma. El rey de España es sucesor de los reyes visigodos, pero aunque estos se consideraran a sí mismos sucesores de los emperadores romanos, es el presidente de la República italiana quien debiera pedir perdón a España por la muerte de los numantinos. El perdón entre las naciones es un tema muy complejo... * Abogado y escritor