odavía están recientes los Juegos Olímpicos de Tokio, que son un escaparate de una aldea global de mentalidad competitiva a la que sólo pueden acceder una minoría de atletas de élite. No hay duda de que es mejor que las naciones se encaramen a los podios para mostrar su poderío y dejen a un lado las armas para dirimir sus ambiciones, aunque mientras los dioses humanos del Olimpo mostraban en Tokio las medallas que consagraban su divinidad, en algunos casos mantenida desde juegos anteriores, las armas y la injusticia seguían dejando su reguero de sangre y de pobreza a lo largo del mundo.
Países más poderosos, y no tanto, agasajan a sus laureados atletas con la corona del recibimiento popular a su regreso, quizá sin valorar suficientemente el esfuerzo realizado por los no laureados, pero con el orgullo de pisar la misma tierra que sus dioses. Por otro lado, hay una delegación especial que no ha tenido medallas, pero, aunque las tuviera, no encontraría tierra firme para hacerla sagrada. Se trata de un grupo de veintinueve atletas que se ha presentado con una bandera blanca. Conocen el desierto, el mar y las embarcaciones de la muerte a la deriva, la persecución, la guerra y el conflicto. No han podido representar a sus países de origen, y el apelativo de “refugiados” no les cuadra mucho, porque sobreviven en países que no les otorgan los mismos derechos que a su propia ciudadanía. El presidente del Comité Olímpico Internacional (COI), Thomas Bach, les ha dicho: “Queridos atletas refugiados, con su talento y espíritu humano demuestran el enriquecimiento que suponen las personas refugiadas para la sociedad. Han tenido que huir de sus hogares por violencia, hambre o simplemente por ser diferentes. Hoy, les damos la bienvenida con los brazos abiertos y les ofrecemos un hogar tranquilo. Les damos la bienvenida a nuestra comunidad olímpica”. Terminados los Juegos Olímpicos, el hogar tranquilo se ha esfumado, junto con la apreciación de su talento y espíritu humano. Al promover esta presencia en los Juegos Olímpicos, Acnur, la agencia de la ONU para las personas refugiadas, ha cumplido su papel, pero ese mensaje de esperanza de que se habla, con la aceptación de que tales atletas participen, no está mal como símbolo, pero nos dice mucho sobre una ONU que también es casi exclusivamente simbólica. La excepcionalidad de la situación pide una bandera, la adjudicada es la bandera blanca con los logos olímpicos; y sucede lo mismo con los paralímpicos refugiados, siempre simbolizando cinco continentes. En caso de obtener títulos, el himno que suena es el de la organización olímpica.
En los Juegos paralímpicos de este año participan seis personas. Si los llamados refugiados olímpicos representan a los más de ochenta y dos millones de personas refugiadas que hay en el mundo, resulta que doce millones tienen algún tipo de discapacidad, he ahí su representación. Y si problemas de movilidad, amputaciones, ceguera, parálisis cerebral... resultan ser un problema en las sociedades en las que los sistemas sanitarios tienen mayor presupuesto, no podemos ni imaginar la problemática en países en los que no se les otorgan los mismos derechos, o simplemente sobreviven en campos de refugiados. Enumerar cada una de las tragedias personales y familiares vividas para llegar a tal situación puede hacernos un poco más empáticos con sus vidas, o endurecer aún más la áspera piel de las personas más insensibles, cualquiera sabe. Claro que, para ser tenidos en cuenta, además de determinadas capacidades, como es lógico, deben tener un estatus de refugiados confirmado de acuerdo con la legislación internacional, nacional y regional. ¿Cuántas personas no cuentan siquiera con ese papel? ¿Y cuántas personas han muerto en el intento de llegar a otro país diferente al suyo? No nos interesa saberlo.
La bandera blanca es un signo de paz, de diálogo, de tregua, y quienes la portan no deben ser atacados, y a veces se utiliza para indicar un cese de hostilidades, o que alguien se ha rendido. ¿De qué estamos hablando? Olímpicos y paralímpicos refugiados no se rinden nunca, pero portan la bandera blanca con orgullo. No ha sucedido así con esa bandera blanca, victoriosa estos días en Afganistán, en la que se lee: “No hay más Dios que Alá y Mahoma es su profeta”. Casi mil setecientos millones de musulmanes en el mundo realizan su confesión de fe de esta manera, pero no utilizan la bandera blanca de esa forma.
Afganistán es un país de paso, entre altísimas cordilleras, que lo habilitan para un comercio próspero o un refugio defensivo ante una invasión. Se le ha llamado cementerio de imperios. Su situación geográfica, entre el subcontinente indio, Irán, Asia central y China, es privilegiada entre civilizaciones diversas. Y puede ser tanto un lugar de encuentro como un lugar de conflicto.
Ya en los años 20 del siglo pasado había ciertas libertades sociales en Afganistán, con el rey Amanullah Khan, que había proclamado la independencia del país respecto al Reino Unido, y se había ganado la lealtad de los líderes tribales. Gobernó entre 1919 a 1929, un tiempo en el que se comenzó a potenciar la educación en general y las mujeres empezaron a salir del control familiar. Se estableció la primera Constitución en 1923 con avances interesantes, entre los que se encontraba la abolición de la esclavitud -¡Uff...!-; aunque el intento de desvincular al ejército de las relaciones tribales tuvo sus problemas, y ya en 1928 hubo abandono de ciudades por parte del ejército ante los pastunes que querían derrocar a la monarquía, pues la sociedad afgana no había asimilado los cambios; incluso se destruyó el ferrocarril construido, por considerarlo demasiado revolucionario. En 1960 la reina Jumaira apareció en público sin el velo islámico. En 1964 se reconoció a las mujeres afganas el derecho al voto y la vida en Kabul se parecía al de otras ciudades europeas, incluso estuvo de moda en un sector del movimiento hippie, aunque las costumbres indicaban que sólo las mujeres extranjeras podían vestir como querían. La monarquía constitucional se mantuvo hasta 1973, año en el que los comunistas afganos apoyaron un golpe militar contra la monarquía. Presidió la nueva república, durante cinco años, un primo y cuñado del rey, que a su vez fue derrocado y, tras diferentes vicisitudes y enfrentamientos entre comunistas e islamistas, en 1979 se produce la invasión soviética que propició algunos avances en las costumbres, pero acarreó represión y medio millón de personas muertas, tres millones de exiliadas y el surgimiento de los muyahidines, con señores de la guerra apoyados especialmente por Estados Unidos en el contexto de guerra fría contra la Unión Soviética. Pakistán acogió a gran parte de las personas exiliadas, especialmente mujeres e infantes. En ese momento se perdieron gran parte de los lazos familiares, pues muchos hombres se habían quedado en Afganistán para luchar contra el ejército soviético. ¿Hasta qué punto se radicalizaron y se endurecieron aquellos hombres, que ya eran rudos, alejados de sus familias? Por otro lado, miles de niños salidos de Afganistán fueron acogidos para su educación en las madrasas pakistaníes en las que, además del estudio del Corán, se alimentaba el odio y la decisión de recuperar su país invadido. Estos talibanes, o estudiantes islámicos, son los creadores de la bandera blanca que auscultamos. ¿Quién sembró de odio la bandera de la paz?
El caso es que los soviéticos diezmaron la población agrícola, a la que no podían distinguir de los muyahidines, que a veces eran los mismos, con helicópteros blindados, pero empezaron a tener problemas con los eficaces y más baratos lanzamisiles proporcionados por Estados Unidos y, al cabo de diez años de guerra, no tuvieron más remedio que marcharse del país, a causa del coste económico que les suponía, y la pérdida de vidas humanas en su ejército.
Cuando parecía que los muyahidines iban a reorganizar el país, sus diversas facciones se enzarzaron en una guerra civil autodestructiva. La guerra ya había convertido a la mitad de la población en refugiados, y generado tres millones de heridos y más de un millón de muertes, por lo que, cuando intervinieron los talibanes, la población los recibió con alivio porque veían en ellos una mayor seguridad. El problema es que su interpretación fundamentalista del Corán les llevó a cometer barbaridades, especialmente en el control y represión de las mujeres. Además, tuvieron en cuenta al Corán respecto al alcohol, pero no respecto al cultivo y venta de opio. Merece la pena mencionar que, en 1979, con el ayatolá Jomeini, los adictos y los traficantes se enfrentaban en Irán a la pena de muerte, de tal forma que la producción de opio cayó drásticamente en ese país. Y también es significativa la opinión del autor de Gomorra, Roberto Saviano: “El error es llamarlos milicianos islamistas. Son narcotraficantes, pues cultivan más del noventa por ciento de la heroína mundial, que se produce en Afganistán”. Y añade: “Esto significa que los talibanes, junto con los narcos sudamericanos, son los narcotraficantes más poderosos del mundo. En otras palabras, en esta guerra -se refiere a la de los últimos veinte años-, ganaron los mejores traficantes”.
Cuando en 1901 Al Qaeda destruye las Torres Gemelas, y Estados Unidos conquista Afganistán para atrapar a Bin Laden y, de paso, expulsar a los talibanes e instaurar un gobierno títere, que no ha tenido en cuenta las etnias, que ha sido corrupto y en convivencia con los señores de la guerra, aunque se ha mejorado en cierta forma el tratamiento de la mujer, no se pensaba que estos veinte años de guerra significarían la historia de un fracaso, con sesenta mil miembros del ejército afgano muertos, más de dos mil soldados americanos y de otras nacionalidades, y cuarenta mil cadáveres civiles. Así que, cuando hemos visto entrar en Kabul la bandera blanca, que no trae promesas de paz, con el título de Alá es Grande, nos hemos estremecido. Aunque ha conseguido superar nuestra capacidad de horror y desesperanza la irrupción sangrienta de esa bandera negra del Estado Islámico en el aeropuerto de Kabul, que intenta cubrir su cielo, o su infierno, manipulando el nombre de Alá.
Por supuesto que todo esto no ha llegado de la noche a la mañana, porque casi la mitad del país estaba ya en manos de los talibanes, y el acuerdo de Doha de 2020, para desesperación de contratistas e industrias de armamento, estaba anunciando este escenario, porque si se dedica más a la guerra que al desarrollo económico de un país, el país no se puede empoderar por sí mismo, y cuando se alían el nacionalismo pastún, compartido geográficamente con gran parte de Pakistán, con el rigorismo sunnita, la bandera de la paz se manipula y se utiliza incluso para la tiranía.
Menos mal que la sonrisa de la afgana Niofar Bayat, a quien hace veinte años un cohete del régimen talibán hirió en su casa de Kabul, ha podido llegar ya hasta Bilbao y, aunque no ha podido participar con el equipo de baloncesto en los Juegos paralímpicos, no parece que, de todas formas, quiera utilizar la bandera blanca talibán. Se conforma con jugar en el Bidaideak Bilbao BSR y estudiar Derecho, esos son algunos de sus tesoros. Que nadie se los quite. * Escritor