fganistán es un país muy resistente porque la población se ha acostumbrado a vivir con lo que hay y, si es necesario, a apañárselas sin nada. Encrucijada de caminos y paso de invasores desde Alejandro Magno hasta ingleses, rusos y norteamericanos, pasando por Gengis Kahn, el pueblo afgano pronto comprendió que no hay nada que se parezca más a un invasor extranjero que otro invasor extranjero.
Antes de nada, aclaremos que el pueblo afgano no es una etnia homogénea pues en el país conviven, o se aniquilan, pastunes, hazaras (de origen mongol) y otras tribus nómadas como los kutshies, que a su vez practican el islamismo sunnita o chiíta. Pero todos tienen mucho que contar sobre la brutalidad del enemigo extranjero o doméstico y siempre se han mostrado dispuestos a pagar en sangre lo que la guerra cueste.
El resultado histórico ha sido un único y prolongado estallido de vengativa maldad y por ello los asesinos en nombre del islam resultan para los afganos indistinguibles de quienes matan para imponer la democracia. No hablo de equivalencia moral entre unos y otros, me limito a apilar muertos en la cuneta y guardo mi mayor desprecio para los que juegan con fuego sin saber siquiera que quema, aquellos individuos que en el momento de apretar el gatillo se encuentran en algún otro y lejano lugar.
A finales de los años setenta del pasado siglo comenzó el carrusel sangriento con el derrocamiento de la monarquía feudal entonces reinante. Se trató de un golpe de estado prosoviético, atmósfera política totalmente irreal seguido del asesinato de sucesivos líderes y posterior intervención del Ejército Rojo. Los rusos fueron incapaces de acabar con la guerrilla muyahidin -combatientes islámicos armados por los norteamericanos- y es sabido que quien no consigue acabar con una guerrilla, o pierde la guerra o se acaba retirando, que es lo que ocurrió en 1989. Las talibán (estudiantes del Corán) alcanzaron el poder en 1996 y durante cinco años establecieron un estado islámico. En el Occidente de nuestros días tendemos a analizar la historia como una especie de biografía colectiva a la que los eruditos llaman Prosopografía, de tal forma que minimizamos el papel de la ideología como actor histórico por derecho propio.
Resultó que los talibán acabaron por monopolizar el Islam fundamentalista que consiste en una tosca interpretación del Corán mientras que el resto de los afganos no tenían nada a lo que sumarse. Y menos que nada a la democracia sustentada en una libertad de elegir incomprensible para unas mentes conformadas por la sumisión (Islam significa sumisión) a unas reglas de comportamiento de vida estrictamente religiosas y de aplicación al pie de la letra. Mientras que la vida de prédica y enseñanza de Cristo duró apenas tres años, Mahoma dispuso de más de veintidós para establecer un sistema religioso, ideológico e institucional político enormemente detallado. No pretendo identificar el Corán revelado con la interpretación de la sharía -ley islámica- que lleva a los talibán a considerarse como únicos ortodoxos islámicos que odian la emancipación de las mujeres por considerarla un impío delito y una decadencia de las costumbres. Sencillamente trato de explicar porqué los fundamentalistas tiene más asideros para sus pretensiones que la que podrían encontrar en la Biblia los zelotes contemporáneos a Cristo o los donatistas del siglo IV que preconizaban el uso de la violencia salvífica.
Existen dos formas de definir una religión: por lo que la religión es y por lo que la religión hace. La religión puede ser lo mejor y lo peor, pues conduce al cielo en línea recta o se extravía por el camino contrario. El extravío de los talibán llevó a Afganistán al Medioevo y a alinearse con el terrorismo de Al Qaeda. Parecía como si además del Corán, los talibán hubiesen leído a Robespierre, quien el 5 de febrero de 1794 se dirigió a la Convención Francesa con las siguientes palabras: “Las bases del gobierno popular durante una revolución son tanto la virtud como el terror; virtud sin la cual el terror es nocivo; terror sin el cual la virtud es impotente”.
Todo esto ocurría antes del fin de la inocencia tras los infames atentados del 11 de septiembre de 2001 cuando en el nombre de Alá se asesinó a personas perfectamente inocentes. Los estadounidenses y sus aliados, incluida la España de Aznar, comenzaron una guerra en Irak que debería servir para pagar en petróleo la factura bélica, pues en Afganistán, salvo el opio, no había nada que valiera lo que un misil. La operación en Afganistán, donde en aquel momento se localizaba Osama Bin Laden, tenía un carácter militar-policial: búsqueda, captura o ejecución del autor de los atentados del 11-S. El final es sabido, Irak ocupado y disgregado; Afganistán, en guerra durante veinte años hasta la victoria de los talibán.
Las fuerzas aliadas, España incluida, han resultado ser un exoesqueleto, una armadura acorazada que sostenía una masa informe de carne tumefacta, tendones deshilachados y piel reseca, pues no era otra cosa la parte de la sociedad afgana que los recibió con los brazos abiertos. En gran parte ventajistas dispuestos a enriquecerse por el camino de la corrupción sin que los afganos demócratas, fundamentalmente mujeres -algo que ya vimos durante la revolución argelina- hayan sido capaces de implantar algo parecido a una sociedad equitativa entre géneros.
Se dice que la derrota aliada -gigante tambaleante- en Afganistán es similar a la sufrida por los estadounidenses en Vietnam, algo que desorienta bastante. Podemos admitir que la determinación para alcanzar la victoria fue en ambos casos similar y que la ideología comunista nacional o islamista, imprescindibles para entender esa determinación. Pero los vietnamitas fueron un pueblo en armas mientras los talibanes son una fuerza militar religiosa similar a las bandas de “señores de la guerra” que de siempre han existido en Afganistán y que pueden ser decisivas en un futuro inmediato tanto si apoyan al nuevo régimen como si se enfrentan a él.
El atronador complejo de superioridad occidental ha dado paso a un humilde reconocimiento de que lo poco que se puede hacer contra un enemigo que al entrar en combate, recita el Corán: “Si uno dice que los muertos que mueren en el camino de Alá están muertos, se equivoca ¡Están vivos! Lo que ocurre es que vosotros no lo sabéis.”
Ahora, en la nostalgia que produce la derrota, los militares aliados reconocen que el ejército afgano, corrupto en su oficialidad y simpatizante de los talibán en la clase de tropa, no podía defenderse sin la presencia y ayuda internacional. La tragedia apenas ha hecho otra cosa que empezar.