unca he sido un revolucionario, aunque haya practicado alguna vez las actitudes que definen a tal condición en el diccionario. No me alcé contra casi nada, aunque el régimen franquista que imperaba en mis años jóvenes me incitaba a hacerlo, pero era algo miedoso y, sobre todo, porque mi padre, que había padecido la cárcel cuando la Guerra Civil hervía, había aprendido que la revolución más importante, a la que había que dedicar los máximos esfuerzos, era la de la cultura. Por eso aquellas veladas nocturnas de cuando yo era niño, allá por los años sesenta del siglo pasado, cuando aún no teníamos televisión en casa, ni sala de estar en la que colocarla, eran un momento de confidencia en el que mi padre contaba sus hazañas bélicas, feroces y arriesgadas, que provocaban en mí una admiración y una duda encadenadas: había que haber sido muy valiente para participar en aquella guerra tan salvaje, si bien la duda surgía del hecho de que una actuación tan aguerrida y valiente como la que mi padre contaba, acaecida durante la contienda civil, pudo haber terminado en tan flagrante derrota.
En medio de esas reflexiones, tan llenas de voces ruidosas como de silencios, se alzaba la voz de mi padre que decía “¡nunca más!”.
Ahora, cincuenta años después, tras tantos trances y vicisitudes que nos han traído a esta paz tan tranquila que disfrutamos, y a esta convivencia tan cuestionada y superficial, recuerdo todo aquello con un regusto a claudicación y, por qué no decirlo, a derrota, pero la vida es larga, larguísima, y la voz de mi padre ya muerto se alza para imponer su autoridad: ¡nunca más!...
Cuando en las aulas universitarias nos alzábamos en protestas airadas, yo era amonestado por mi padre, y aconsejado para que la Universidad no fuera para mí un frente de lucha sino un lugar de formación y adquisición de conocimientos. Incluso antes, pero la revolución había culminado cuando se celebraron las elecciones que en el año 82 del siglo anterior permitieron que gobernara en España un socialista. Yo soy un hijo de aquel acontecimiento que mis padres vivieron con gran ilusión, porque superaba los avatares más adversos del franquismo.
Ahora mismo vivimos tiempos en los que algunos vocingleros se permiten criticar aquella transición que nos sacó del franquismo y nos ha traído hasta aquí. He comenzado diciendo que “nunca he sido un revolucionario”, y me permito completar la frase: “...porque no lo sentí necesario”. Si me hubiera enfrascado en una revolución, de aquellas que se voceaban en algunas manifestaciones de escasa enjundia, no hubiera preparado ni adiestrado mi conciencia para conducir a un puerto seguro ni la transición ni la (re)incipiente democracia que retomábamos con ilusión.
Mis modelos a imitar siempre fueron gente tan revolucionaria como pragmática: aquellos que empezaban a ser mostrados en fotografías, en los libros de historia o en las revistas que empezaron a editarse y reeditarse, que venían de las manos y las plumas de historiadores y militantes de las formaciones políticas, debidamente concienciados y convencidos de que la democracia del futuro no podía ser un utensilio para la venganza, sino un lazo para culminar la confraternización de quienes se miraban (nos mirábamos) aún con recelo.
Este esfuerzo que culminamos hace ya tanto tiempo corre el riesgo de fracasar, precisamente ahora que nuestra Democracia se ve amenazada, o trastornada, por la actitud de quienes no muestran el más mínimo deseo de confraternizar con sus compatriotas, ni de llegar a compartir los espacios que nos deben ser comunes a todos.
A mí siempre me produjeron miedo las armas, incluso las dedicadas a la caza, pues siempre he sido consciente de que un fusil dispara sin saber qué (o quién) es lo que hay enfrente de su cañón. Pero las palabras también suponen riesgos. Las mentes que las proyectan han de ser tan responsables como fieles a los principios e intenciones de quienes las pronuncian. En los tiempos actuales los discursos de nuestros gobernantes y próceres políticos adolecen de superficialidad y, sobre todo, de ser más cuidadosos en agredir que en agradar.
El lenguaje político que usan los líderes actuales pretende, y pone un mayor empeño, en destruir lo del otro que en construir lo propio. Procura poner una mayor sonoridad en el “vete” que en el “ven”... Y curiosamente el nuevo tiempo tenemos que construirlo entre todos o será un espacio difícil de ocupar y lleno de caminos intransitables.
Quizás sea una insolencia advertir ahora mismo que los políticos de la transición eran “mejores” que los que han (o hemos) venido después, pero fueron ellos los que lograron acuerdos solventes y arriesgados, a sabiendas de que el futuro o era de todos o no sería de nadie. Es evidente que, a priori, no hay una vara de medir que diga lo que es mejor o peor, pero era más fácil ver dialogar entonces a Manuel Fraga con Santiago Carrillo que ver ahora mismo a Casado dialogando con Pedro Sánchez. ¿Serían posibles, ahora mismo, los Diálogos de la Moncloa tal como lo fueron en su tiempo? ¿Llegarían al mismo nivel de acuerdo o serían una disputa más a añadir a las actuales páginas de los diarios atiborrados de disputas infructuosas?
No faltará quien se empeñe en subrayar que los tiempos son diferentes, pero el cambio ha ido, en todo caso, a peor, de modo que un debate radiofónico entre líderes se ha convertido en una pelea de gallos de la que el que la presencie como testigo solo puede sacar como conclusión quién se ha expresado con mayor arrojo o contundencia, pero no quién ha dicho las palabras más juiciosas.
Los líderes actuales se caracterizan mucho más por protagonizar disputas que por mostrar condescendencias entre ellos. Puede parecer un ejercicio de nostalgia, o una muestra de melancolía, pero se echa de menos ver cómo llegan a acuerdos los diferentes, incluso los opuestos, cuando se trata de alcanzar un bien superior, y para ello se requieren renuncias y “derrotas” que si son aceptadas constituyen auténticas victorias para todos.
Ya he dicho que no soy un revolucionario, quizás porque vivo en un lugar y un tiempo en que la revolución no es imprescindible, y todo lo que no es imprescindible ha de ser sopesado, y en todo caso evitado, cuando lo que se quiere conseguir solo halaga al que lo consigue y molesta a los demás.
Frente a los que cuestionan nuestra transición a la democracia, yo la valoro altamente y la alabo. Principalmente por haber sido buena e, incluso, porque no fue perfecta. (Lo perfecto siempre es enemigo de lo bueno, porque no te permite ni te da la satisfacción de mejorar). He tenido la suerte de haber hablado y conversado con muchos líderes protagonistas de la transición, y lo he hecho precisamente cuando ésta se estaba consumando. No nombraré a ninguno porque no quiero omitir a ninguno por un lapsus de mi memoria o pensamiento, pero me permito advertir que, al margen de mis propias preferencias, que son consecuencia de mi ideología y de mi militancia políticas, la dimensión humana e intelectual de los viejos militantes eclipsa ampliamente las quimeras y los dogmas ideológicos que muchos de los actuales dirigentes enarbolan cada vez que muestran sus convencimientos como si se tratara de oráculos de dioses.
Mi padre -permitidme un recuerdo para él como antecesor mío-, que era un hombre justo, que además se llamaba Justo, era un nacionalista con guerra y cárcel a sus espaldas. Siempre mostró la misma dosis de valentía que de miedo. Sin proponérselo -y a pesar de enfatizar en medio de la cocina sus voces abultadas para que quedara claro su “Gora Euskadi Askatuta”, en cuyo eslogan intervenía la prudencia de mi madre, que advertía que había que suprimir la última palabra para que fuera menos dura ya que la intransigencia del franquismo castigaba tal afirmación-, dejaba clara su procedencia y su inclinación. Luego se hacía el silencio y en medio de aquella Nada brillaba la derrota... Yo era su hijo, y estaba allí para aprender lo bueno y lo malo...Todo... Y gracias a mi padre y a mi madre, ahora soy lo que soy...