i amigo Cicerón, el ectoplasma que invoco las noches sin luna para conocer su opinión sobre las costumbres modernas, se indigna cuando le menciono los programas dedicados a despellejar personajes públicos y a destripar “toda la verdad” sobre su vida, secretos y asuntos aparentemente turbios.
“Denunciar la corrupción y los crímenes de los malvados es necesario para la salud de la República”, dice Marco Tulio. “Pero cuando la denuncia se realiza para diversión de la plebe, es una acción reprobable. Y causa, por el simple hecho de haber sido efectuada, la condena pública del reo sin haberse demostrado ante los jueces lo que se da por probado ante la chusma. Condenáis por adelantado a los inocentes, sometidos al escarnio público, por indicios dudosos o denuncias falsas. Y estas surgirán con facilidad, pues no faltarán envidiosos y descontentos en el entorno de un hombre público, deseosos de utilizar el escándalo como venganza”.
Para Cicerón, en su tiempo se obraba de otra manera. “Para matar a César, los conjurados actuaron de frente y ninguna de las 23 puñaladas le fue dada por la espalda. Pero vosotros permitís que con el rumor, la media verdad y la insidia se apuñale a traición a cualquier ciudadano. Lo condenáis en el mercado, lo convertís en reo sin pasar por el foro. Y este crimen contra los dioses y contra la propia República lo perpetráis para entretenimiento de la muchedumbre, pues no buscáis justicia, sino espectáculo”.
No le falta razón. Vivimos un tiempo de denuncias sin defensa y de condenas sin juicio. Los procesos mediáticos, por ser públicos, adquieren un carácter aparente de sustitutos de los procedimientos legales. Hoy McLuhan constataría que el medio, además del mensaje, es la justicia. O, más bien, un falso remedo de ella.
En este comienzo del siglo XXI, el hecho de ser persona pública, famosa o conocida por algo, elimina el derecho a la presunción de inocencia. Queda, por su condición de pública, convertida en potencial sospechosa para los “programas denuncia”: si tiene algún tipo de éxito, se deduce que puede ocultar secretos inconfesables.
Da igual que el personaje tenga méritos reales, no importa que su trayectoria sea admirable por muchos conceptos, todo ello se esfumará como si no hubiera existido ante la simple formulación de acusaciones, por indemostrables o falsas que luego resulten ser. En un escándalo mediático, todo hueso es bueno para hacer caldo.
El afectado quedará a los pies de los caballos, con sus vergüenzas, reales o imaginarias, al aire y su imagen destrozada. Encontrar asuntos “sospechosos” para sostener una denuncia mediática es además relativamente fácil, a poco que el personaje tenga algo de biografía. Que luego resulten inciertos nada importa. Su enunciado público basta para justificar el escándalo.
Esta fiebre inquisitorial no surge porque los medios se hayan vuelto más puritanos. La razón es más simple: como ya sabía el Santo Oficio, los autos de fe siempre atraen inmensas cantidades de público. Es decir, de audiencia, el bien más preciado en una sociedad mediática. Y no hay como mostrar a alguien conocido siendo juzgado con el sambenito puesto, no hay como prometer al espectador el inminente olor de carne quemada, para aumentar la cuota de pantalla.
No se actúa al azar para buscar víctimas. Los medios tienen sus modernos “familiares de la Inquisición” para rastrear candidatos. A veces, también se reciben sugerencias de grupos de presión con interés en quitar a alguien del medio. En otras ocasiones, las denuncias se originan en el entorno del personaje público. Nunca le faltarán enemigos ocultos cerca de él.
Marco Tulio rechaza semejantes prácticas, que buscan las miserias humanas e ignoran los méritos. “En mi República, los ciudadanos podían mostrar las mayores virtudes y valor y, a la vez, ser acusados de desobedecer las leyes. Los honrábamos por lo primero y los juzgábamos por lo segundo, pero nunca olvidábamos sus virtudes ni destruíamos su memoria. Honrar a un adversario noble, con el que te habías enfrentado incluso a muerte, era una exigencia del decoro”.
“Cuando César fue asesinado en la Curia,” continúa Marco Tulio, “su cuerpo quedó tendido a los pies de la estatua de Pompeyo, su rival, que presidía la sala y había sido respetada pese a la guerra habida entre ambos. César no permitió que nadie difamara a su adversario.”
“El enemigo más peligroso que derroté durante mi consulado fue Catilina, un hombre despiadado y rebelde. Pero también valiente, audaz y generoso hasta el exceso, capaz de las mayores hazañas lo mismo que de los mayores crímenes. Precisamente por ello era peligroso para la República y lo perseguí. Pero también precisamente por ello su memoria no fue olvidada. Al igual sucedió con Coriolano, un noble traidor a la propia Roma, pero cuyo valor y virtudes fueron superiores a sus crímenes, y por ello fue recordado por el pueblo y el Senado que el mismo amenazó”.
“Hoy carecéis de la dignidad de aquellos tiempos. Mancharíais la memoria de Pompeyo y derribaríais su estatua, que César respetó. Execraríais las virtudes y el valor de Catilina y de Coriolano, que sus adversarios reconocimos. Solo os preocupa encontrar víctimas a las que culpar para cubrirlas de lodo y convertirlas en apaleados de una fábula atelana. Una farsa en la que groseras máscaras actúan de jueces, se ridiculiza la dignidad del elegido, se cuestionan sus actos y se pone en duda su virtud y su decoro. Mientras, la plebe disfruta del espectáculo y condena al reo”.
“En mis días fueron famosos los perros de Hircania, una casta notable por su tamaño y ferocidad. Eran mantenidos públicamente y entrenados para que devorasen los cadáveres, como si fueran sepulcros adiestrados. Aquella costumbre se debía a la creencia de que ser despedazado por los canes era la más noble sepultura para un ciudadano y la ofrenda más apreciada por sus dioses patrios”.
“Hoy tenéis de nuevo vuestros perros de Hircania, cuya mordedura pública lleva a la muerte civil, la ignominia y el olvido a los atacados por ellos. Pero ha cambiado una cosa: estos canes ya no devoran solo a los muertos, sino también a los vivos, pues ello aumenta la audiencia, la ofrenda más deseada por vuestros nuevos dioses mediáticos”.
Enciendo la televisión. Con el mando a distancia busco la cadena, en breve comenzará el programa. Los tertulianos, sentados en círculo, forman un tribunal. Se intuye su ansia por despedazar una nueva víctima. De repente, comienzan a ladrar. De nuevo, están sueltos los perros de Hircania. * Exapoderado en las Juntas Generales de Bizkaia