levo tiempo dando vueltas a un par de cuestiones que la pandemia ha puesto delante y no se me van de la cabeza. La primera es sobre la obligatoriedad de vacunarnos, teniendo presente que llevar la mascarilla puesta ha sido obligatorio. La segunda pregunta, a rebufo de la anterior, es si debemos conocer el precio de los servicios sanitarios públicos cada vez que los utilizamos. Vayamos por partes, como dijo Jack el Destripador:
¿Qué efectos hubiera tenido en la pandemia la vacunación obligatoria, una vez demostrada su eficacia? No dejo de preguntarme cuál hubiera sido el resultado -en vidas, en recursos, en impacto social- si la fallida entrega de las vacunas se hubiera completado en las fechas prometidas y hubiese venido acompañada de la obligatoriedad de vacunarnos.
Con la norma 22/1980 se modifica la Ley de Bases sanitaria anterior y las vacunas contra las infecciones “clásicas” (viruela, etc.) podrán ser declaradas obligatorias por el Gobierno “cuando se juzgue conveniente”. Es decir, que la posibilidad legal de una vacunación obligatoria es perfectamente posible para combatir esta pandemia. Por tanto, el derecho a la privacidad y la intimidad esgrimido para no vacunarse pudo haberse anulado por el covid-19 visto el riesgo para la salud de todos. Así lo entiende la Constitución cuando recoge el derecho a la vida y a la integridad física (artículo 15), completado con la organización y tutela de la salud pública y de las prestaciones y servicios necesarios (artículo 43). En la misma dirección de proteger el derecho a la vida y la salud se recogen en la Declaración Universal de Derechos Humanos así como en los textos de la Organización Mundial de la Salud (OMS).
Las consecuencias de la no vacunación han sido trágicamente evidentes. No me parece de recibo argumentar que dicha obligación ha podido ser contraproducente (por una mayor reticencia e incluso rechazo social) con los índices de fiabilidad demostrados por las vacunas. Qué no decir de haber facilitado la elección de la vacuna aunque se retrase la vacunación...
La segunda pregunta que me planteo es esta: ¿Por qué no informarnos del precio de los servicios sanitarios públicos cada vez que los utilizamos? El objetivo sería doble: conciencia de lo que cuesta la sanidad y mostrar la importancia de la solidaridad fiscal. Estamos hablando de una cobertura sanitaria universal pública que abarca todo el espectro de servicios de salud esenciales, incluida la promoción de la salud, la prevención, el tratamiento y la rehabilitación con amplias competencias autonómicas.
El diario The New York Times estima que el tratamiento de el covid-19 en un centro médico supone un coste medio de 23.500 dólares, casi 19.300 euros. Allí la sanidad es privada y la falta de una cobertura total obliga al paciente a correr con los gastos hospitalarios que varían en función del tipo de seguro personal y de donde reside. Aquí no es gratis, pero Osakidetza y Osasunbidea visualizan el resultado del esfuerzo económico colectivo común. Ya se planteó en el gobierno de Rodríguez Zapatero (2010) la llamada “factura informativa” cuyo objetivo era informar de que los estudios médicos y las intervenciones quirúrgicas tenían un precio concreto. Lo cierto es que tuvo muchos detractores y apenas se mantiene esta práctica en alguna comunidad autónoma. Y ello a pesar de que la Organización de Consumidores y Usuarios (OCU) ha defendido concienciar a los consumidores y pacientes de lo que cuesta las intervenciones médicas y las medicinas; y la Organización Médica Colegial es de la misma opinión.
La pandemia ha disparado un sobrecoste sanitario sin que nadie se haya quedado sin cobertura o arruinado al tener que pagarlo, como les ha ocurrido a tantas personas en Estados Unidos. Creo necesario conocer y valorar el beneficio de nuestros impuestos en lo más preciado que tenemos: la salud. Me pregunto cómo una medida educativa de este calibre informativo pueda ser contraproducente cuando se ha legalizado el copago en los medicamentos, precisamente porque el contexto sociocultural en el que nos movemos es consumista, sin consciencia colectiva de que la gratuidad facilita el uso irracional de la sanidad pública.
No me lo tomen a mal quienes piensan lo contrario, solo son pensamientos en voz alta.