uentan que el 13 de abril de 1655 el joven Luis XIV de Francia pronunció ante el Parlamento de París una frase que dejaba clara la primacía de la autoridad real sobre cualquier otro poder, incluido el parlamentario: “L’État c’est moi”, “El Estado soy yo”.

Fuera cierta la frase, o apócrifa e inventada por los enemigos del rey para desacreditarle, ha quedado en el imaginario popular asociada con todo régimen sometido al capricho de una sola persona, cuya voluntad está por encima de cualquier órgano de gobierno. Es la definición del absolutismo y la autocracia.

Han pasado más de tres siglos y medio, y políticamente ha llovido mucho. En Occidente los reyes de las monarquías que subsisten y los presidentes de las repúblicas creadas en Europa y América son constitucionales. Los gobiernos son democráticos y no existen autócratas.

Parece por tanto que Luis XIV no tiene seguidores en nuestro entorno. El tipo de gobierno al que se refería con su frase únicamente florece en países con otras culturas y tradiciones socio-políticas. Así, los regímenes personalistas y dictatoriales de Anatolia, el Cercano Oriente y el norte de África. A ellos se suman los gobiernos arbitrarios y despóticos de diversas tiranías, estados totalitarios y teocracias religiosas y civiles dispersas por el mundo.

Pero la semilla de la autocracia subsiste en nuestro suelo, abonada en los últimos decenios por el renacimiento del populismo. Casi sin darnos cuenta, estamos asistiendo a una suerte de creciente y sumisa aceptación por parte de personas aparentemente formadas, de entidades presuntamente serias y de medios de comunicación que creíamos responsables, de la prevalencia de la voluntad omnímoda del líder como forma de gobierno de una organización.

Esta amenaza sobre el carácter representativo de las organizaciones se manifiesta cada vez con mayor claridad en los partidos políticos. Aunque son todos de carácter formalmente democrático, están transmutándose en simples plataformas electorales cimentadas en el culto al líder. Poco a poco, van dejando de ser espacios para agruparse los afines a unos principios en el debate de ideas y proyectos, colaborar y elegir candidatos a los mejor preparados entre los militantes.

Ese viejo estilo de participar en política ha dejado de ser necesario: el líder, una vez elegido, se transforma en una especie de Mesías político. Hombre o mujer, preferentemente joven y atractivo, sonriente, verboso y televisivo, ya ha llegado al lugar que le reservaba el destino. Y ya tiene su programa, su guardia pretoriana y su equipo de fieles servidores. Puedes adorarle y quedarte en el partido, al menos por ahora; o puedes no hacerlo e irte. Pero solo se admite del militante su adoración y sumisión. Cualquier otra cosa es ser desafecto.

Piensen los lectores con qué naturalidad venimos aceptando de unos años a esta parte que en muchas organizaciones políticas el ganador de cualquier proceso electoral interno, que representa solo a una parte de los miembros de la organización y debiera respetar a quienes representan a otros sectores, amparando el necesario pluralismo interno, se transmute de hecho en líder todopoderoso que barre de cualquier órgano interno y de todo puesto electivo a todos aquellos que pertenecen a otras corrientes, a quienes simplemente no le apoyaron o incluso a quienes le apoyaron, pero no con el debido entusiasmo.

Pues las purgas, una vez desatadas, van cayendo en cascada hasta el último rincón. Precisamente su carácter indiscriminado y el miedo que difunden sirve de excelente fermento de apoyo al líder que las desencadena.

Todo vale como excusa para iniciar una purga: un mal resultado electoral, un desacuerdo ideológico, organizativo o personal, una presunta desviación de las instrucciones, un simple comentario, una foto desafortunada... Quizás el líder y su equipo no ganen elecciones, pero encontrar desafectos y echarlos del partido es una batalla fácil de ganar y demuestra su poder. El sueño de cualquier autócrata de medio pelo.

Para justificar la labor de eliminación de desafectos, hay que vestirla con ropajes literario-ideológicos. Y nada mejor que el uso repetido hasta la saciedad en los discursos y declaraciones de conceptos de significado tan difuso como aparentemente positivo. Por ejemplo, hablar de la necesaria “renovación”, “actualización”, “apertura”, “cambio” o “relevo”, apelar a la “unidad” e “identidad” de la organización, o anteponer a cualquier otra estrategia la adopción de un “discurso ganador”... En realidad, ¿qué significan estas palabras en esta era de líderes políticos inmarcesibles?

Las cinco primeras palabras se aplican para laminar a quien no es claramente un partidario incondicional, y por tanto sobra en el “nuevo proyecto”. Las tres últimas recuerdan que el que se mueve no sale en la foto, que el que discrepa tampoco y que el que dice algo que no sea lo que predica el líder no cuenta. Ocho palabras para administrar al adversario real o imaginario, al disidente, al tibio o al no claramente sometido una suerte de excomunión laica en la vida interna de los partidos. Y ya se sabe, “Extra Ecclesiam nulla salus”, fuera del partido no hay vida política ni salvación. Ni prebendas tampoco, claro. Así que los melifluos y ambiciosos corren a adorar al líder.

Poco a poco, los partidos políticos se están transformando, como he dicho, en simples plataformas electorales de líderes que, según conquistan el poder interno, hacen tabula rasa con todo y con todos, se rodean solo de fieles, colocan en los puestos públicos a sus adictos y se aseguran, con ayuda del aparato, el control de todos los escalones de poder interno, creando una red clientelar que asegura la fidelidad al líder incluso en momentos de debacles electorales.

Gracias a ello, al líder (o lideresa) no se le pedirá que dimita por más que sea derrotado en sucesivas elecciones: quien lo haga, ya puede buscar la puerta de salida, se ha transformado en desafecto. El líder ya no es solo el alma del partido, es la personificación del propio partido. Luis XIV seguro que sonríe desde su tumba.

Temo que si como sociedad no cortamos estas tendencias, si no exigimos el mantenimiento de la democracia real en los partidos, el respeto la representatividad de los órganos y el respeto a las minorías, sucederá lo que predijo Luis XV, sucesor de Luis XIV, tras décadas de absolutismo servil: “Aprés moi, le déluge”. “Después de mí, el diluvio”.

Ciertamente llegó y se llevó todo por delante. Estamos avisados.