a causado cierta sorpresa que las medidas anunciadas por el ministro de Seguridad Social de España se centrasen en proponer incentivos para mantener en el mercado de trabajo a la población de más edad. En su empeño por promover tales medidas, el señor José Luis Escrivá se ha permitido argumentar que no existen pruebas de que la prolongación de la edad laboral limite el acceso al empleo de los más jóvenes, en clara contradicción con algunas medidas puestas en marcha hace años precisamente para sustituir a trabajadores de más edad por otros más jóvenes, como los contratos de relevo o los incentivos para la prejubilación en la enseñanza pública.
Pero admitamos que no hay que ser demasiado exigente con las afirmaciones sobre materias en la cuales no tiene competencias el señor ministro. Lo suyo son las pensiones, y es ahí donde hay que situar la importancia de la iniciativa perseguida al incentivar la permanencia en la actividad laboral de las personas de más edad.
La situación actual es que las pensiones de 9 millones de ancianos se financian con las contribuciones de 19 millones de ocupados; aproximadamente dos ocupados tienen que hacerse cargo de un pensionista. Es evidente que la cuantía de las rentas susceptibles de transferir a los pensionistas depende fundamentalmente de los ingresos de los trabajadores ocupados y de sus correspondientes cotizaciones al sistema de Seguridad Social.
Tras una década de deterioro estructural del mercado de trabajo, el ajuste salarial, que es el principal mecanismo de ajuste admitido por la UE y los gobiernos liberal-conservadores o social-liberales, hemos logrado que el 75% de los trabajadores ocupados aporten menos de 750 euros al mes a la Seguridad Social, y más de la mitad no llegue a los 500 euros. Solo 6 de cada cien aporta más de 1.500 euros al mes.
Así que dos cotizaciones de menos de 500 euros cada una difícilmente pueden lograr que la pensión mínima se sitúe, como pide el movimiento de pensionistas, en más de 1.000 euros mensuales. Y el argumento de que las contribuciones se pueden complementar con transferencias del Estado es una pura tautología, porque la recaudación que puede hacer el Estado para financiar esas transferencias también tiene que salir de las rentas del trabajo, que son las que financian siempre el “estado de bienestar”, aquí y en Suecia y en Japón y en cualquier país capitalista con un mínimo sistema de protección social.
Además, hay una relación inversa entre nivel de salario (y por tanto, de cotización) y edad de los trabajadores. Antes esto obedecía a un aumento sostenido de los ingresos a medida que se avanzaba en la carrera profesional; pero hoy, suprimidos muchos de los complementos por edad para las nuevas generaciones de trabajadores, el factor más relevante son las condiciones de entrada precarias al mercado de trabajo, y la escasa perspectiva de mejora salarial que tienen los trabajadores de menos edad.
Actualmente hay casi 4 millones de ocupados con más de 55 años, de los cuales 1,5 millones tienen más de 60 años. Pero ocurre que es en este grupo de edad en el que se concentra ese seis por ciento de trabajadores de altos salarios, altas cotizaciones y en consecuencia, altas pensiones a las que tienen derecho si se continua el flujo de prejubilaciones y jubilaciones anticipadas. De modo que la coherencia de la propuesta ministerial tiene que ver con las cuentas de las pensiones; si desaparecen los trabajadores de mayores salarios y cotizaciones porque se convierten en jubilados, las relativamente altas pensiones de estos tendrán que ser financiadas por las cohortes de nuevos trabajadores que se incorporan a un mercado de trabajo de contratos precarios y salarios de subsistencia: más gastos y menos ingresos sería el resultado para la Seguridad Social.
Hay varias soluciones a este dilema de desequilibrio contable. Los que obtienen altos beneficios por contratar a trabajadores cada vez más baratos, como actores relevantes de la escena política, presionan para que las cuentas se cuadren recortando el gasto, hasta convertir el sistema de pensiones público en una especie de sistema de renta mínima garantizada. Pero la propuesta la suelen disfrazar con sesudos informes de insostenibilidad a largo plazo, que confunden siempre cotizaciones sociales y ahorro, y que son reeditados desde los años noventa con muy diversos formatos, aunque con muy escasas variaciones, pese a que la realidad sistemáticamente contradice las principales previsiones de los mismos.
Por su parte, entre los que viven de las rentas del trabajo, bien directamente (asalariados) o indirectamente (jubilados), convertidos en espectadores de la vida política, es una minoría muy poco influyente la que entiende que la solución con mayor beneficio social está por el lado de los ingresos, pero no mediante la desnaturalización del sistema acudiendo a transferencias directas del Estado, sino mejorando la remuneración del trabajo acorde con la capacidad de creación de riqueza del mismo, reequilibrando no la distribución de ingresos y gastos de la Seguridad Social, sino la distribución de la renta entre asalariados (y autónomos) y propietarios del capital.
Ahora bien, el ministro de Seguridad Social no se pronuncia sobre estas soluciones contradictorias; las propuestas que ha puesto sobre la mesa no aspiran a facilitar un cambio estructural en el mercado de trabajo, sino a tomar las cosas como están, asumiendo que así es como son, y seguir parcheando las cuentas de las pensiones.
Pero hay otra razón que no se expone para poner el acento en el mantenimiento de la actividad laboral incluso más allá de la edad legal de jubilación (actualmente hay casi 50 mil ocupados con más de 70 años, muchos de ellos en consejos de administración, y muchas de ellas limpiando los despachos de esos mismos consejeros). Una cuarta parte de los trabajadores, algo menos de cinco millones, dispone de unas ganancias brutas superiores a los 3.000 euros mensuales, que puede ser la referencia para poder dedicar una parte de los ingresos a una cuenta de ahorro para la jubilación, un plan de pensiones privado individual o privado de empresa -los que ahora quiere promover el señor ministro-.
Casi 11 millones de trabajadores disponen de algún tipo de plan o fondo privado de pensiones de empresa. A pesar del número de trabajadores cubiertos, estos planes, que gestionan 62.000 millones de euros, no llegan a representar 6.000 euros por cabeza, como se ve, muy poco para que sean algo más que un pequeño ahorro pactado de cara a la jubilación. De los trabajadores cubiertos, 8,5 millones de personas disponen de planes individuales, que en conjunto gestionan otros 100.000 millones de euros, unos 12.000 euros por plan. En conjunto, pues, 160.000 millones de euros de unos planes por los que por ahora solo hay que desembolsar unos 7.200 millones en prestaciones. Un negocio redondo, porque las comisiones de los gestores de entre 1,5% y 2% no se perdonan, a pesar de tener dichos fondos una rentabilidad negativa en el último año o cercana a cero en los últimos años.
Si se mantiene la tendencia a la prejubilación de la población de más de 55 años, que son los que acumulan mayor participación en estos sistemas privados de previsión, el rápido incremento en las prestaciones podría provocar un serio quebranto en el equilibrio financiero de las entidades gestoras -en última instancia, la banca- y suponer el fin de un sistema de previsión incapaz de incorporar a las nuevas generaciones de trabajadores mal pagados.
Como siempre en España, nunca se toma una decisión ministerial estratégica sin atender a los intereses de los banqueros.
(Nota: agradezco a B. haberme puesto sobre la pista de este último y principal asunto).
El autor es profesor de Economía Aplicada UPV/EHU