ecuerdo de mi época de estudiante que los profesores siempre nos advertían antes de los exámenes que leyésemos bien el enunciado del problema pues, si no lo hacíamos, no podríamos comprenderlo ni resolverlo bien. Me temo que en esta pandemia los responsables de su gestión no han leído bien el enunciado del problema.

Para una planificación adecuada de la respuesta a una situación de emergencia se exige un conocimiento previo del riesgo en cuestión y conocer la posible evolución y sus consecuencias. Y, por supuesto, hacen falta expertos en análisis de riesgos y resolución de crisis. Pero esto no existe en España para la gestión de las pandemias.

Muchas personas comentan en lenguaje coloquial que estamos atravesando una catástrofe. Están en lo cierto, pero no solo en lenguaje de la calle; también lo es en el lenguaje técnico de emergencias.

La Ley de Protección Civil del Estado de 2015 recoge como catástrofe la siguiente definición: “Una situación o acontecimiento que altera o interrumpe sustancialmente el funcionamiento de una comunidad o sociedad por ocasionar gran cantidad de víctimas, daños e impactos materiales, cuya atención supera los medios disponibles de la propia comunidad”.

Ante esta definición, no podemos tener ninguna duda de que nos encontramos ante una catástrofe como ninguna otra habida antes en España; ha producido la interrupción sustancial del funcionamiento de la sociedad, está ocasionando una gran cantidad de víctimas; y está produciendo daños e impactos materiales inimaginables; y por si fuese poco, ha habido momentos en los que han sido superados los medios disponibles de la sociedad. Se cumplen sobradamente los cuatro requisitos contenidos en esta definición de catástrofe. Es más, hay otro concepto en protección civil que se denomina “calamidad pública” que no es ni más ni menos que una catástrofe cuando sus efectos se prolongan en el tiempo; o sea, lo que nos está pasando ahora.

La misma ley define como Emergencia de Protección civil la “situación de riesgo colectivo sobrevenida por un evento que pone en peligro inminente a personas o bienes y exige una gestión rápida por parte de los poderes públicos para atenderlas y mitigar los daños y tratar de evitar que se convierta en una catástrofe”. Así que, sin duda, podríamos declarar sin temor a equivocarnos que estamos viviendo una situación de emergencia de protección civil.

Dos millones y medio de personas infectadas por el coronavirus, más de 75.000 muertes, millón y medio de personas sin trabajo, una pérdida del 10% del Producto Interior Bruto en 2020, más de 200 mil empresas cerradas y más de cinco millones de personas en situación de pobreza severa que viven con menos de 16 euros al día, no es una emergencia ordinaria. Y que nos la quieran vender como una crisis sanitaria es un mal chiste sin gracia.

Las catástrofes más graves ocurridas en España en los últimos cuarenta años no se acercan a la magnitud que tiene la pandemia de covid-19. En octubre de 1982 la rotura de la presa de Tous en Valencia causó cinco muertos; las inundaciones de Bilbao y alrededores en agosto de 1983 en provocaron 34 muertos y cinco desaparecidos, pérdidas de 200.000 millones de pesetas (1.200 millones de euros, la tercera parte en Bilbao); el 20 de agosto de 2008 el vuelo de Spanair, de Madrid a Gran Canaria, se estrelló en el aeropuerto de Madrid-Barajas falleciendo 154 personas; y el terremoto de Lorca en mayo de 2011 de magnitud moderada (de 5,1) causó nueve víctimas mortales, más de 300 heridos y más de 450 millones de euros en pérdidas económicas directas. Todas estas catástrofes resultan una nimiedad si las comparamos con la covid-19.

A partir de la declaración tardía de la pandemia por la Organización Mundial de la Salud (OMS), el primer error fue la calificación del problema como una emergencia sanitaria. El fallo ha residido en la imprecisa identificación del riesgo y no haber analizado la envergadura de la amenaza para las personas y para la sociedad.

El Estado minimizó la gravedad de la emergencia, redujo su potencial alcance, no percibió su impacto social a medio plazo y no aplicó diligentemente la Ley Orgánica del Estado de Alarma con todo el alcance que le permitía la ley. A través de su portavoz, el Estado español desdeñó al Gobierno de Italia por declarar el Estado de Emergencia Nacional a la vez que aseguraba que en España tan solo tendríamos uno o dos casos. No solo se trató de un gran error de cálculo, se trataba del gran fallo del Estado en la planificación de una respuesta de Protección Civil a una situación de emergencia nacional de efectos desconocidos. La razón de esta torpeza es básicamente que España es un Estado que carece de la elemental estructura de protección civil y por eso no pudo ponerla en marcha. Pero ese pecado es una réplica en todas y cada una de las CCAA que desde la administración heredada del franquismo crearon sus administraciones calcando el modelo ineficiente y la estructura ineficaz del Estado. Y así nos va.

Con la carencia de esta organización de previsión de riesgos, muchas de las medidas adoptadas, más que decisiones propias de una planificación estudiada, se han asemejado más a una partida de parchís, en que después de ver el resultado del lanzamiento del dado se decidía qué ficha mover.

Por lo general, estamos acostumbrados a que la enfermedad sea una afección particular o individual y los tratamientos se aplican de manera personalizada. En las epidemias suele haber una reacción del sistema sanitario para atender y atajar la enfermedad, pero esto no suele transcender de las comunidades locales y regionales afectadas. Incluso en muchos casos, ni tan siquiera la sociedad que está padeciendo una situación de epidemia es consciente de ello y aunque sea un problema sanitario real, no se percibe como un problema social. De hecho, se nos informó que era poco más que una gripe y así se dieron los primeros pasos de la gestión de una enfermedad. Y a pesar de que ya se tenía la información de que en China morían principalmente los ancianos, no hubo ninguna acción defensiva de las residencias de mayores, donde se produjeron bastantes muertes evitables.

Los gestores de la emergencia sanitaria, que supongo que estaban desbordados, con un crecimiento de contagios que doblaban su número cada tres días, centraron sus esfuerzos en fortalecer el sistema hospitalario para hacer frente a la vorágine que se avecinaba. No les culpo a ellos por su gestión, ni al personal médico ni sanitario, ni al sistema hospitalario, que bastante tenía con hacer frente a un enemigo desconocido con pocos recursos y con gran sobrecarga de trabajo.

La falta es del responsable de que no existan esos órganos administrativos interdisciplinares que se dediquen a la prevención de catástrofes. La acción permanente de los poderes públicos, en materia de protección civil, se ha de orientar al estudio y prevención de las situaciones de grave riesgo, catástrofe o calamidad pública y a la protección y socorro de personas y bienes en los casos en que se produzcan esas situaciones. Pues bien, el Estado y su administración ha fallado estrepitosamente en el cumplimiento de este fin.

Siendo meridianos en el lenguaje, las catástrofes las tienen que gestionar los expertos en la gestión de catástrofes. Parece fácil, ¿verdad? No se puede organizar un servicio de bomberos después de que se produzca un incendio. El servicio de bomberos tiene que existir con medios adecuados y con personal formado y entrenado para su misión antes de que se produzcan los incendios. Pues en las catástrofes pasa lo mismo. Cuando llega la catástrofe no se puede improvisar, hay que estar organizados de antemano.

Si alguien hubiese dispuesto de la información adecuada y la responsabilidad de prevenir las catástrofes a nivel nacional en aquel momento en que aún no había llegado la covid-19 a Europa debería haber calificado la situación como de “grave riesgo”, que es la fase previa, el momento en el cual se predicen o se prevén las medidas que se han de adoptar; justamente en ese instante, cuando se advierte con antelación la amenaza del riesgo. El problema es que ese alguien no existía, ni existe. Otra cuestión es si ese alguien hubiese sido escuchado o no por el Gobierno en sus advertencias.

El caso es que se sigue gestionando una situación de emergencia nacional con un estado de alarma light de efecto tobogán (subir para caer), sin aprobar una legislación ad hoc para hacer frente a la catástrofe. Y los equipos técnicos, asesores de los gabinetes políticos siguen siendo mayoritariamente del ámbito sanitario para hacer frente a una situación de calamidad pública que no superaremos al menos en un año y con algunos miles de muertos más.

Que la gestión técnica de esta emergencia nacional se encaje casi exclusivamente dentro del ámbito de las ciencias de la salud, tratándola como un fenómeno biológico-médico-sanitario-hospitalario-farmacéutico-epidemiológico, por el hecho de que la enfermedad está producida por un virus, es como si la prevención de incendios y la lucha contra incendios se la encomendásemos a los licenciados en Químicas por el hecho de que la combustión que producen los incendios es una reacción química exotérmica.

¡Todo lo que nos pasa, es poco!

El autor es exjefe de Bomberos de Bilbao, expresidente de la Asociación nacional de Jefes y Oficiales de Bomberos (APTB). Analista social. Máster en Investigación de Ciencias Sociales