uando en septiembre de 1974 el primer grupo de estudiantes de Idaho llegó a Oñati, empezó a configurarse un nuevo paradigma de interpretación y gestión de las enormes potencialidades que emanan de una correcta política del ámbito de las diásporas. En este contexto, le debemos mucho a Pat Bieter, director e impulsor de aquel programa que abrió tantos caminos y rompió múltiples barreras, que leyó perfectamente lo que estaba aconteciendo en una sociedad convulsa, dinámica y plural. La parada en Bilbao, previa a su viaje a Oñati, sirvió a muchos de los que pisaban por primera vez Euskadi, para percatarse de la enorme variedad de paisajes y colores que se amontonaban en unos pocos kilómetros. Empezaba un largo viaje para descubrir y entender la amplia variedad geográfica, social y política que ofrecen las tierras vascas de Oñati, Castejón, Lazkao y Makea.
Sin embargo, después de un recorrido exitoso, se observan nuevas iniciativas que indican una voluntad, consciente o no, de retorno al punto de inicio de donde partió el programa de Oñati, en un empeño por construir un relato que no responde en su totalidad a lo que es la Euskadi del siglo XXI ni lo que representa el conjunto de las presencias vascas en el exterior.
En primer lugar, existe una mirada que se mueve entre la candidez y la nostalgia, que hoy algunos proyectan hacia realidades en nuestros territorios vascos del exterior, donde al igual que en el resto del mundo hoy se está jugando el futuro de las venideras generaciones. Donde también ciudadanos y ciudadanas de ascendencia vasca están arriesgando sus proyectos vitales y profesionales.
Frente a este escenario, ese nuevo relato obvia todo ello, sueña con un espacio libre de contradicciones y tensiones, dibuja un paraíso y una utopía que salta por encima de cualquier incomodidad. Este esquema choca, sin embargo, con una realidad incontestable: Euskadi y sus diásporas al igual que el resto de países y naciones ha crecido en base a su complejidad y diversidad, gracias a sus contradicciones y tensiones, ha crecido gracias al impulso y al arrojo de personas, colectivos e instituciones. Además, en este nuevo relato se saluda con efusividad la irrupción de referencias de dudosa credibilidad y trayectoria democrática solo por el hecho de ostentar un apellido vasco, y se mantiene un silencio clamoroso ante el asedio no excesivamente ejemplarizante que sufren representantes de ascendencia vasca.
Algunas de las iniciativas que hoy se ponen en juego llegan a destiempo y adolecen de cierto adanismo, ya que expresan la dificultad de entender y asumir que ya se ha andado un largo camino y que ahora toca seguir desde el punto de llegada que alcanzaron otras personas e iniciativas que dejaron el legado de un modelo de diáspora envidiado a lo largo y ancho del mundo.
En este contexto, en primer lugar, se debe constatar la sobreacumulación de iniciativas, solapadas muchas, que se presentan en el campo relacionado con la diáspora; ello podría derivar en un colapso no deseado y en un agotamiento que podría llevar por delante el gran trabajo realizado durante décadas. Aclaremos que no se cuestiona la necesidad de buscar nuevos caminos y la voluntad de proponer nuevas iniciativas. Lo que es cuestionable es la reiteración de iniciativas sobre un terreno anteriormente labrado.
Es necesario analizar y reflexionar con realismo acerca de la musculatura de nuestra diáspora y su capacidad para condicionar determinadas políticas en el tablero geopolítico. Del mismo modo, emerge una contradicción que conviene señalar: se pretende establecer una agenda apolítica que no cause fricciones cuando en la actual coyuntura tal pretensión resulta imposible.
Si queremos ser influyentes ello pasa en primer lugar por hacer los deberes en casa. Es loable el empeño de buscar adhesiones simbólicas en la diáspora para procesos y aspiraciones de calado político, económico o cultural.
Pero ello debe acompasarse con estrategias de relanzamiento en la propia casa, donde seguimos sin encontrar la tecla emocional que sí hemos descubierto en territorios lejanos, fenómeno por cierto habitual en el universo de las diásporas en general, no solo de la vasca. La mirada idílica y la exaltación de las supuestas bondades de los valores en territorios de la diáspora no son compatibles con ciertas actitudes que durante décadas algunos han sido y siguen siendo incapaces de respetarlas en la propia casa. Se difunde incluso la idea de una autenticidad en la manera de ser vasco, ensalzando unos valores que se habrían perdido en casa.
En este contexto, cabe señalar las reflexiones que se han abierto en torno al fenómeno de las diásporas en general, desde planteamientos renovados. El mundo académico, por ejemplo, lleva tiempo analizando las causas de la nunca interrumpida salida de los irlandeses e irlandesas. El hambre dejó de ser el recurrente motivo que explicó durante décadas un fenómeno que ha inspirado a muchas de las diásporas diseminadas por el mundo. En el proceso de rethinking sobre la diáspora irlandesa, en la época contemporánea emerge con fuerza y como causa de las nuevas incorporaciones a su inagotable diáspora, la necesidad de libertad sentida por muchas y muchos irlandeses que han dejado atrás comunidades donde la iglesia y otros agentes crearon espacios de fuerte presión social, incompatibles con los deseos de encarar proyectos secularizados de las nuevas generaciones.
Es por ello por lo que urge también entre nosotros un análisis riguroso sobre las causas que empujan a la juventud vasca a engrosar las filas de las nuevas diásporas en el exterior. Unir el fenómeno en exclusividad a las oportunidades que el mundo globalizado ofrece se antoja insuficiente para explicar un fenómeno ante el que no podemos cerrar los ojos. El brusco cambio de las prioridades y de los valores de la juventud vasca ha articulado un paradigma de fuerte carga atractiva que marca y, en ocasiones, invita a traspasar la puerta de salida. Una especie de fatalismo inevitable al que no se le está anteponiendo una estrategia de choque. Las urgencias demográficas exigen además poner sobre la mesa una estrategia de país que aborde con urgencia el fenómeno contemporáneo de las diásporas.
El arraigo, o la falta de arraigo, el hedonismo y otros factores que hoy se empiezan a estudiar en ámbitos académicos, elementos muy alejados del paradigma que ha servido para entender la diáspora clásica, son el punto de partida para empezar a entender un fenómeno que hoy, aunque con otras expresiones, ha sido parte de la realidad de todas las sociedades mundiales a lo largo de la historia. El caso vasco no es una excepción.
Soñamos con el poder del lobby irlandés y de su capacidad de influencia. Pero lejos de embrollarnos con el mito, tenemos en Irlanda una referencia válida para afrontar una realidad que poco tiene que ver con planteamientos que sustentaron en el pasado el paradigma de la diáspora vasca. Es la hora del rethinking de la diáspora vasca. De actuar con realismo y con ambición. Pero, sobre todo, con una línea roja que nunca deberíamos traspasar: la democracia.