ocas veces las matemáticas habían estado tan presentes en la vida cotidiana como desde que la covid-19 llamó a nuestra puerta el pasado mes de marzo. Desde entonces, casi cada día, desayunamos con los nuevos datos de infectados, ingresados o incluso de fallecidos, desgraciadamente.
En los últimos días también las elecciones en Estados Unidos nos han traído un montón de noticias llenas de números.
En los dos ámbitos hay dos hechos que se han puesto de manifiesto con claridad: en primer lugar, que retratar la realidad no es fácil; en segundo, que es muy difícil, si no imposible, hacerlo sin números. Hay poetas y pintores que consiguen plasmar el entorno y lo que en él sucede con una fidelidad asombrosa, pero no parece que cuestiones tan críticas como el avance de la pandemia o la determinación del ganador del complejo proceso electoral estadounidense puedan resolverse desde una dimensión puramente artística o poética, sin una aproximación cuantitativa.
Pero, más allá de la sopa de números, en el contexto de la covid-19 han emergido con fuerza también conceptos geométricos clásicos como el de perímetro, hasta el punto de que el vocablo perimetrar, que no aparece en el diccionario, se ha vuelto recurrente.
Perimetrar es algo así como impermeabilizar al tránsito humano una frontera, que viene a ser lo mismo que el perímetro, que en matemáticas se refiere a la longitud de la curva que delimita un espacio, un territorio. En el caso de la pandemia que nos ocupa, “perimetrar” significa por tanto impedir que la gente salga de una determinada zona o penetre en ella. Obviamente, la impermeabilización no es completa pues hay numerosas personas que, incluso con las restricciones en vigor, tienen derecho a atravesar el perímetro por causas justificadas, como puede ser el trabajo o la atención a un dependiente.
Lo novedoso de la nueva situación que ha generado la pandemia es que se han perimetrado ciudades, barrios, pueblos, provincias, comunidades autónomas, entes todos con fronteras que, hasta ahora, nunca habían tenido tanta importancia. Es sin duda una nueva experiencia. Podría decirse que es incluso una nueva dimensión, en la medida en que introduce un coloreado de los mapas al que no estábamos acostumbrados.
Yo vivo en Alemania, pero de haber estado en Eibar no sé cómo habría sabido dónde está la frontera con Elgeta, por ejemplo, o en qué momento uno sale del municipio cuando sube a Arrate desde Azitain. Tal vez haya alguna aplicación para el móvil que avise cuando uno pisa la línea virtual del perímetro del municipio.
La verdad es que todo esto ha sido una gran sorpresa. Aunque había quienes nos habían advertido de los peligros de la globalización, de la superpoblación y de la falta de mimo con que tratábamos el planeta, siempre los habíamos considerado como agoreros o aguafiestas. Pero, mira por dónde, nos ha llegado la perimetrización.
Los mensajes más optimistas que nos llegan desde los responsables de la supervisión de la pandemia dicen que en unos meses todo se habrá superado con una vacuna. Pero yo siempre me acuerdo de lo que nos dijo una vez un profesor de Leioa: “Pensar que las cosas no pueden ir a peor es una gilipollez”. Ya veremos...
La verdad es que, individualmente, lo de la pandemia no afecta a todos por igual. Los que son de perfil casero, que se dedican a leer, a escribir, a escuchar o crear música, a pintar, a todo eso que siempre hemos considerado aburrido frente al bullicio y el festejo con contacto social intenso, esta vez pierden menos.
De todos modos, parece que la vida nunca volverá a ser como antes. Estos embates siempre producen un cambio sutil y duradero en nuestros modos de comportamiento. Aquí ya aprendimos en su día de la ola de heroína que arrasó una generación de jóvenes en los 80, el sida, etc. Pero eso es fácil de predecir. Lo difícil es poder ser más precisos y anticipar cuál será la distancia entre la vida que llevábamos antes y la que podremos disfrutar dentro de dos o cinco años.
Una singularidad tan extrema en la vida social no podía dejar de impactar en la política o, tal vez, mejor dicho, la política no podía vivir a espaldas de semejante panorama. De hecho, los gobernantes han sido los primeros que han tenido que dar la cara al ser los que ostentan la responsabilidad de tomar las grandes decisiones.
Hoy, afortunadamente, hay un cierto consenso sobre que, mientras no haya vacuna, gestionaremos un proceso altamente inestable, en el cual el impacto de la pandemia será como un muelle, que responde estirándose y contrayéndose, en función de la fuerza aplicada, en este caso manifestada a través de las medidas de restricción del contacto social.
Paciencia pues.
Una de las novedades, en cualquier caso, es que se nos haya reconocido el derecho a perimetrar. Hay quien incluso ha hecho chistes al respecto, como si el haber otorgado a las comunidades autónomas esa capacidad fuese un avance en las ambiciones de algunos movimientos nacionalistas y secesionistas. No deja de ser más que una broma; y tal vez hasta de mal gusto.
Pero seguro que en el fondo interpela a los nacionalismos, incluido el nuestro. ¿Y si después de tanto remar el reconocimiento de los derechos se acabara en un escenario como el actual, en el que quienes deciden son nuestros responsables, elegidos en elecciones de carácter más local que las elecciones estatales o europeas, que actúan con prácticas muy semejantes a los otros, y sin que la vida cotidiana cambie sustancialmente?
Tal vez deberíamos evitar ese tipo de interrogantes que no tienen una respuesta satisfactoria posible. Pero no a todos les resulta igualmente fácil eludir las cuestiones difíciles. En el caso de los científicos, se trata de hecho de nuestra profesión y, a base de dedicar nuestra vida a ella, reflexionar sobre las cuestiones más agudas acaba convirtiéndose en un reflejo. De hecho, en Matemáticas, buena parte del trabajo consiste en, razonando por reducción al absurdo, determinar lo que no puede ser, pues de ese modo vamos perimetrando el coto de la verdad.
Un análisis más cuidadoso y menos jocoso de nuestra situación política permite excluir el hecho de que el “derecho a perimetrar” tenga nada que ver con lo que se denomina el derecho a decidir, versión moderna del clásico derecho a la autodeterminación, cada vez ya menos reivindicado. Todo parece ser una conclusión puramente lógica y pragmática, a la vista de lo que hacen otros países y tras la experiencia de la primera ola de la pandemia: un abordaje eficaz a la peligrosa expansión del virus exige, bajo unos criterios y principios generales globales claros, actuar de manera local con prontitud y de manera contundente.
Es el viejo “pensar globalmente para actuar localmente”. Vamos pues por buen camino y eso es de celebrar.
Y es justo en este momento, crucial sin duda, pues quedará para los anales de la historia de la humanidad, que el nacionalismo vasco, en sus diversas formas, ha convergido con la estrategia de ir a Madrid para traer más recursos e ir arañando capas de nueva legislación, aunque el objetivo final se desdibuje en el horizonte. Y es al observar este escenario cuando surge de nuevo irremediablemente la pregunta. ¿Es esta la estación Terminus?
Todo parece indicar que así será durante un buen tiempo.
Hay quien ve en ello un final feliz y otros la derrota definitiva.
Los que tienen perfil casero pueden estar más tranquilos. Podrán seguir pensando, hablando y escribiendo en la lengua que deseen, con independencia de la que impere en las calles.
El autor es catedrático de Sociología UPV/EHU