ay quien escribe con la esperanza de ser leído y, de hecho, atrae exitosamente la atención de numerosos lectores. Muchos lo hacemos sin embargo como un mero ejercicio intelectual, una suerte de terapia mental. Ordenar ideas nos obliga a ser un poco más coherentes y estar de acuerdo con uno mismo no es poco.
Sin embargo, escribir no es una actividad inocua. Del mismo modo que el ejercicio físico más simple, como el trotar o las flexiones, nos pone rápidamente en alerta sobre las limitaciones de nuestro cuerpo, demasiado acostumbrado a la vida sedentaria, el de reflexionar para escribir pone de relieve nuestras propias contradicciones.
Es algo parecido a lo que ocurre al ordenar el viejo trastero. Hay cosas de importancia y vigencia clara que fácilmente encuentran su lugar tras la limpia. Otras muchas, sin embargo, parecen sobrar, pero dudamos al desprendernos de ellas por el simple hecho de que nos pertenecen y que en algún momento tuvieron un papel en nuestras vidas.
Al escribir ocurre un poco lo mismo. ¿Qué hacemos con todas esas experiencias, recuerdos, opiniones, que no encajan, ahora ya, a toro pasado, en el relato global presente? ¿Los omitimos, los ocultamos dejándolos en el fondo del trastero de nuestra memoria cerebral, de modo que no entorpezcan nuestro discurso, aunque ocupen un espacio que realmente necesitamos para contenidos más nuevos, más útiles, más compatibles con la realidad actual? ¿O tal vez deberíamos hacer un esfuerzo adicional, alambicar nuestro pensamiento y su reflejo escrito, de modo que tanto lo viejo como lo nuevo tenga cabida, aun a riesgo de poner de manifiesto las grietas de nuestro razonamiento y mensaje?
A medida que transcurren los años, resulta cada vez más difícil enfrentarse al reto de la escritura sin que las sombras en el pensamiento no queden en evidencia, como las arrugas de la piel.
Hay un momento en la vida en el que uno ya apenas cambia como individuo, pero lo hace como miembro de una sociedad que, en la interacción, adopta formas de contornos definidos y porosos que se mueven sociológicamente, al igual que se traslada el caracol, perezosa pero obstinadamente, dejando una estela visible. La traza del sendero colectivo recorrido se percibe más nítidamente desde una atalaya distante. Y la contemplación y análisis de ese sutil movimiento y su direccionamiento es lo que motiva mucho de lo que se escribe.
Hoy es difícil no percibir un direccionamiento un tanto errático, fruto del empuje de fuerzas contradictorias, arrastrados como plumas por el flujo de la globalización y, cómo no, por la reciente pandemia, que ha hecho que, creyéndonos modélicos, nos hayamos convertido en los campeones del contagio. ¿Acaso no da qué pensar?
En el plano individual es sobre todo al moverse de una vida a otra cuando el contenido del trastero de la memoria sale a la luz. ¿Con qué nos quedamos? ¿Qué nos llevamos? Tal vez lo más difícil sea decidir qué hacer con todo aquello en lo que creímos y que resultó falso o, al menos, no del todo cierto. ¿Reconocemos simplemente que fue un error creer y luchar en y por ello? Eso presupone aceptar que uno dedicó inútilmente buena parte de su vida a causas perdidas de antemano. ¿O tal vez el hecho de constatar esas contradicciones e incompatibilidades entre teoría y praxis sea valioso en sí mismo?
Cada humano es diferente y tiene distintas estrategias para abordar estas cuestiones, conscientes unas, inconscientes la mayoría de ellas. En la mente del matemático no cabe lo que no es coherente. Y, en la búsqueda de la teoría más refinada, cada elemento debe ocupar el lugar que le corresponde en un razonamiento que gana profundidad y relevancia a medida que se simplifica. Cada vez que escribimos, el ejercicio resulta, pues, más exigente. Los elementos que se ven innecesarios, irrelevantes, potenciales portadores de confusión, han de ser eliminados para hacer emerger en nuestra mente los ochomiles del conocimiento y de nuestra opinión que constituyen el esqueleto de nuestro pensamiento, de lo que somos, de cómo nos movemos por el mundo, es un ejercicio difícil y apasionante.
Al escribir se proyecta lo aprendido de la energía que se libera en el choque de la ideología con la realidad que, lejos de ser una carga negativa, puede constituir el potencial para abordar retos futuros, tanto para uno mismo como para los demás. Al fin y al cabo, en la vida, como en las nuevas tecnologías, cada vez más inteligentes, el reto consiste en conservar al máximo la energía que podemos acumular, preservándola para cuando sea necesaria, utilizándola cuando sea preciso, aunque previamente debamos transformarla.
Si cuando nos planteamos la sociedad del futuro, la “transición energética” emerge como uno de los quehaceres cruciales, un análisis sosegado de todo lo que guarda nuestra memoria puede ser una contribución útil para la transición ideológica, de uno mismo y/o de terceros.
Leyendo la prensa y a quienes narran y reflexionan sobre nuestro presente, interpretándolo, proyectándolo y reflejándolo en el pasado, intentando bosquejar el futuro, con frecuencia nos encontramos con quienes resuelven el dilema de la contradicción cambiando radicalmente de opinión, de ideología, o incluso de religión. Y los resultados son bastante conocidos. De ahí la expresión latina Odium theologicum, el odio o el furor de los conversos, aplicable no sólo en el ámbito de la teología.
Quienes optan por esa vía tal vez vacían por completo su trastero mental o, quizás, conservándolo todo intacto, consiguen darle la vuelta, construyendo con esos mismos mimbres de pensamiento un nuevo relato personal interior en que cada elemento tiene un significado opuesto y a la vez completamente coherente con la nueva teoría. Debe tratarse de una tarea ingente. Pero a la vista está que para algunos es posible. Las tertulias de los medios de comunicación están llenas de mentes eruditas que han conseguido hacerlo.
A la vista de la trayectoria de los que han completado con éxito ese ejercicio de transmutación ideológica da la impresión de que es más fácil hacerlo en un determinado sentido y no sin embargo en el inverso. En efecto, en la mayoría de los casos se trata de personas que, habiendo sido firmes militantes izquierdistas en juventud, poco a poco, o repentinamente, en un movimiento pendular, van encontrando acomodo ideológico en el otro extremo.
Es posible que haya razones biológicas y sociológicas para que éste sea el direccionamiento habitual de la transición ideológica pues, a medida que crecemos en edad, apreciamos más la comodidad forjada a lo largo de la vida, soportamos peor estar en contradicción con nuestro entorno y nos interesamos más por preservar los valores en los que crecimos.
No es esa, sin embargo, la única conclusión posible de ese proceso de autoevaluación y transformación. Son también muchos los que, con el tiempo, van descubriendo que, en grandes líneas, siempre estuvieron en lo cierto, aunque eso sólo sea reconocido y compartido por unos pocos, y a pesar de que sus esfuerzos solo hayan fructificado un pequeño porcentaje de lo que podrían haberlo hecho.
La superficie del Planeta Tierra está ocupada por una población de humanos que pronto alcanzará la cifra de ocho mil millones, el doble de los que éramos cuando íbamos a la escuela. Cada uno de nosotros, que seguimos siendo los mismos, somos pues doblemente pequeños. Es inevitable que, incluso habiendo alcanzado una transición ideológica razonablemente consistente, sin haber necesitado para ello voltear al revés las cartas del pasado, nuestra capacidad de transformar el entorno sea cada vez menor.
Algunos siempre pensamos que un país se construye a través de la cultura, el trabajo y el civismo. Posiblemente fuese y sea verdad. Es también posible incluso que los países que hoy mejor se enfrentan al dichoso virus sean los que más compartían esa visión. No es nuestro caso.
Tal vez en el fondo no necesitemos renunciar a lo que pensamos sino aceptar que, probablemente, fuese lo acertado en otro lugar, en otro tiempo. Es una manera de consumar la transición ideológica sin quemar todo aquello en lo que creímos. Posiblemente un mero truco mental para seguir adelante.
Una cosa es sin duda cierta: “Izan zirelako gara, garelako izango dira” (porque fueron somos y porque somos serán”). Aunque solo sea porque la naturaleza se organizó sobre esa premisa.
El autor es matemático, FAU-Humboldt Erlangen, Fundación Deusto y Universidad Autónoma de Madrid