l inicio del milenio pasé una semana en Roma alojado en un apartamento extra muri, es decir, fuera del casco histórico pero muy próximo a la vieja muralla, donde se ha concentrado la turistificación. No se trataba ni de un barrio residencial ni de la periferia, más bien era lo que se denomina un barrio dormitorio donde ya habían desaparecido las trattorias o restaurantes familiares y apenas había comercio o bares. A partir de las 8 de la tarde, aquello parecía Berlín Oriental y se podía percibir un clima de desmoronamiento social. La sede de Forza Italia, el partido del magnate del pueblo, era aparentemente el único centro “cívico”, con la excepción, como pronto descubrimos, de un comedero que respondía a un nombre tan italiano como “Porky Park”. Se trataba de un establecimiento diseñado para parecer una nave espacial de forma esférica que tenía en la entrada la gigantesca estatua de una cerdita trajeada de astronauta y en el interior una decena de televisores dispuestos de tal forma que se sentara uno donde lo hiciese tenía a la vista varias pantallas permanentemente encendidas. El público-clientela solía comer en silencio, muchos en solitario, con sus miradas fijas en las imágenes, habitualmente futboleras. Se trataba de un anticipo de la decadencia y aculturación que iba asolar las barriadas de Italia, y en general las sociedades europeas, en las siguientes décadas.
Había vivido tres años en Italia algunos años antes y ese paisaje urbano era nuevo para mí. Reflexionando con posterioridad sobre un cambio tan notable y tan rápido de la sociedad italiana -la que yo conocí se parecía bastante más a la que reflejaban las películas de los años 60-, me doy cuenta de que el berlusconismo fue la avanzadilla del neoliberalismo populista que como un tsunami inundó el sur de Europa. El ticket ganador se pergeñó mediante la exaltación de un líder de éxito, que prometía acabar con un disfuncional pasado y reivindicaba la nación para hacer negocio. De hecho, en pocos años, Berlusconi además de primer ministro se convirtió en el italiano más rico según el modelo político de la individualización, “Yo, el Pueblo”, que incorporó la presencia masiva de televisión basura como referencia social dominante. La operación inmobiliaria Milano 2 y su red de televisión por cable, que catapultó a Berlusca, impulsó el dominio de la publicidad, del entretenimiento y el consumo como referencias hegemónicas, y la acumulación de dinero como valor y objetivo supremo. Una sociedad educada durante décadas en semejante modelo (americano) de propaganda y vacuidad ha volcado esas referencias también al mundo de la política. El populismo contemporáneo ha crecido exponencialmente con las redes y el empleo de algoritmos por las principales plataformas: las rotondas por donde se orienta el flujo de la información en las sociedades mediáticas.
Con el tiempo, el recambio berlusconiano que sustituyó al consenso europeo de postguerra se demostró un nuevo modelo de corrupción para poder seguir saqueando el estado. La posterior década de agitación grillista contra un capitalismo de parásitos ha desembocado en la reconversión de la Lega como partido nacional y la emergencia de la vieja extrema derecha, ahora Fratelli d’Italia, que se preparan para gobernar con los restos del viejo partido del expresidente del AC Milan. Berlusca también se anticipó en el uso del futbol como instrumento populista de poder, que no sólo le rentó éxitos deportivos sino una plataforma política de máxima relevancia. Pero el auténtico legado del populismo berlusconiano reside en la vulgaridad que caracteriza a sus chabacanos programas repletos de personajes “televisivos”, un modelo de éxito que se ha extendido hasta Finlandia o Portugal. La desorientación y confusión que transmite una población que reivindica una personalidad a base de tatuajes es uno de los objetivos del mundo de la (des)información masiva, donde el sistema educativo también contribuye a configurar una ciudadanía ignorante, que no sabe y no quiere saber. Al desinterés por el mundo de los más jóvenes, más interesados en la realidad virtual de los videojuegos, se suma el analfabetismo funcional de los más mayores. Para disimular la creciente aculturación se ha hecho imprescindible la falsificación y el maquillaje estadístico. Pero basta con impartir docencia para percibir el grado de ignorancia que ha heredado la juventud, para quien la lectura se ha convertido en una excentricidad. A semejante masa de iletrados la propaganda institucional y el populismo dominante la presenta como “la juventud mejor preparada”.
La vida ciudadana, herencia greco-romana transmitida hasta la modernidad, ha sido sustituida por la socialización del centro comercial; una suerte de hibrido entre Porky Park y Akropolis del consumo, donde las nuevas ciudades chinas anticipan con sus centros de ocio, a escala asiática, el futuro social de la humanidad. La vida para buena parte de la población mundial urbanizada está siendo planificada por el Partido Comunista Chino, cuya legitimidad depende de convertir a China en el número uno mundial. Ese nuevo salto adelante implica desplazamientos diarios de más de cuatro horas, contaminación perpetua, colas interminables en el transporte público y controles de seguridad en los metros como si fueran aeropuertos. Las recientes medidas de aislamiento impuestas sobre ciudades y poblaciones para controlar pandemias forman parten de ese know how de gestión autoritario.
Aunque el eje del mundo productivo se ha desplazado a China y otros países de Asia donde no hay ni sindicatos ni se cumplen estándares sanitarios ni medioambientales, carencias que posibilitan precios sin competencia e intermitentes epidemias, la economía mundial ha pasado a estar dominada por la especulación en derivados. Esa reconversión desde una economía productiva a otra especulativa se encauzó durante el mandato clintoniano que puso fin a la prohibición de la ley Glass-Steagall y convirtió a Manhattan en el epicentro global. Así, si hoy el PIB mundial es de unos 80 billones de euros, el volumen del mercado de derivados es de 600 billones.
La crisis de 2008 tuvo precisamente su origen en la toxicidad de productos financieros que provocaron una epidemia financiera global y el rescate de la banca no vino acompañado de más controles o de una depuración de responsabilidades. Por el contrario, se garantizó la impunidad individual y corporativa. Los grandes managers se embolsaron pensiones y bonus de cientos de millones y los bancos comprobaron que eran demasiado grandes para caer. Desde entonces, las fusiones los han hecho aún mayores y la regla de oro de la impunidad anticipa que volverá a suceder a una escala mayor. En la práctica, el capitalismo humanista que algunos predican significa trabajar para la oligarquía de los más ricos; es decir, para un nuevo estamento mundial que con la opacidad que facilitan los fondos está esquilmando el planeta y convirtiéndolo en un vertedero a velocidad de nave espacial.
El autor es profesor Derecho Constitucional y Europeo UPV-EHU