o podemos olvidar que fue el dictador quien puso alcampechano en el trono, investido, como él, de todas las prerrogativas divinas. Ya en plena Edad Media primaba en el debate la extracción divina de la figura del rey como máxime representante de Dios en la tierra. Era el señuelo para otorgar al monarca los máximos poderes en disputa con la cuadrilla de aristócratas que le discutían el mando.
Hoy, como en el Medievo, la figura del monarca es inviolable y no está sujeta a responsabilidad alguna gracias al artículo 36 de la Constitución, son los rescoldos de una época pretérita en la que reinaba a su antojo el absolutismo.
Hay que ser muy bruto para pensar que tal situación no se da de bruces con la esencia de la democracia, donde la igualdad de los ciudadanos/as ante la ley constituye uno de sus pilares, según reza el artículo 14 de la Constitución, lo que convierte en un contrasentido que alguien pueda actuar a sus espaldas, porque aquí no hay Dios que valga, estamos en un Estado laico, sino que ha sido la inmundicia de los redactores de la Constitución, desprovistos de la osadía suficiente para enviar a los infiernos los dictados de Franco, temido incluso después de muerto, la que nos ha llevado a una de las grandes paradojas de nuestra democracia.
No vamos a caer en la torpeza de equiparar a la monarquía española con el absolutismo de los monarcas del Medievo, porque todos sabemos que hoy el rey manda menos que Pablo Casado en el PP, y su misión se reduce a firmar lo que le pongan delante, sea las decisiones de la mayoría del Congreso, como de la presidencia del Gobierno. Este argumento de la inoperancia es utilizado con frecuencia por los monárquicos, poniendo al desnudo una institución convertida en pieza de porcelana que únicamente sirve para decorar el palacio de La Zarzuela.
Hecho este recorrido, cabe preguntarse si con la Constitución en la mano es posible revertir esta situación. La respuesta la encontramos en el artículo 92 de la Constitución, que posibilita el sometimiento a referéndum consultivo cualquier decisión política de especial trascendencia, debiendo subrayar que la consulta tendría carácter consultivo y no preceptivo.
Tal posibilidad debe superar otros obstáculos, en primer lugar, porque debe ser autorizado por la mayoría del Congreso, y luego, a propuesta de la presidencia del Gobierno, debe ser convocado por el rey. Así pues, la pelota queda en el tejado del Congreso y la presidencia del Gobierno, ya que, superada esta prueba, al rey no le queda otro remedio que convocarlo.
En cualquier caso, la convocatoria de referéndum para comprobar el sentir de la sociedad respecto a la forma que debe adoptar la Jefatura del Estado, sería un saludable ejercicio democrático, a pesar de su carácter consultivo, habida cuenta que se trata de decidir la forma que debe adoptar la cúspide del sistema, asunto nada baladí, ya que de lo contrario se sustenta la democracia actual en un espectro, en otra falacia, como la de la inmunidad del rey consentida por la mayoría del Congreso, que se resiste a que el conjunto de la población se pronuncie sobre ello, al igual que sobre su existencia misma por temor a una derrota sin paliativos, teniendo en cuenta la imagen ramplona
que arrastra la monarquía borbónica a los ojos de viejos/as y jóvenes, no sólo por ser el rey emérito paradigma de la corrupción, también el actual rey Felipe VI participa de tal circunstancia por mucho que se ponga a gritar su renuncia a la herencia, como un brindis al sol, transcurrido más de un año desde que Felipe VI tuvo conocimiento de los tejemanejes económicos y delictivos de su padre.
Un tiempo que pilla al actual monarca con el paso cambiado y deshace la imagen angelical que nos quieren transmitir los medios de la capital, y justo ahora, cuando todo sale a la luz, intenta a la desesperada sostener una institución que raya el patetismo y está poniendo en tela de juicio al propio sistema.
Por salud democrática, tanto el actual monarca, como el Congreso y la presidencia del Gobierno deben depositar en manos de la ciudadanía el refrendo a la Corona y aceptar el veredicto que dicten las urnas. Esa sería la auténtica renuncia a la herencia. Su derrota nunca pondría en peligro el funcionamiento de nuestra democracia, pues su contribución se podría sustentar por un alumno de primaria, bastaría ser un poco fotogénico, y los beneficios de su abdicación, incontables, al no tener que costear toda una casa real, con su palacio, su guardia real y su séquito, eso sin contar el latrocinio al que nos tiene acostumbrados la estirpe borbónica.