os tiempos son descabellados, decía el poeta, uno, importa poco cuál, como tampoco aquel otro que afirmaba que en parecida época, nos íbamos a encontrar con nuestra propia sombra. Tiempos de echar en falta lo que ayer parecía sobrarnos, de atender lo que no escuchábamos ni oíamos. ¿Qué hacías tú hace dos semanas, qué hacían los tuyos, los amigos, los vecinos, los conocidos…? Parece mentira. ¿Qué haces hoy? Pues cada cual se reinventa como puede, con o sin balcones, sin chiflos o jotas raciales, sin habilidades culinarias o asombros de limpieza doméstica…
De los solitarios forzosos, sean o no ancianos, no hablo porque su situación me parece temible y frente a eso me siento impotente, como muchos de ellos se sienten desprotegidos. ¿Y de la gente que todavía nos atiende en el supermercado, qué? Pocas ganas de hacer bromas por mucho que pienses que la risa es necesaria, si reparas en la gente que de manera directa atiende a los más dañados.
La verdad es que por mucha aburrición que cause el confinamiento y provoque la venenosa tentación de echarse, yo al menos me siento un privilegiado frente a toda la gente, no solo la sanitaria, que sostiene mi refugio, mucho más expuesta al contagio. Si esto funciona todavía es porque hay mucha gente que lo hace funcionar. ¿Buenismo el mío? Sí, hombre, está la cosa como para consideraciones de ese tipo. No gano nada en el naufragio de los juicios, las culpas, la auténtica y verdadera actitud que hay que tener en estos casos, a juicios de los sabios de turno. Aquí no hay catecismos ni manual de instrucciones que valgan. Sobran médicos, virólogos y tribunos de barbecho. Hacemos lo que podemos y frente al esfuerzo de esa gente que se juega la vida, yo al menos me quito el cráneo.
De lo que puedas hacer mañana, ese día después que muy cercano no parece estar, cuando el confinamiento domiciliario acabe, es casi mejor no ocuparse porque ahora mismo no pasa de ser una fantasía. Prefiero huir de los augurios y de propalar alarmas, aunque no sé cómo, porque las palabras de los gobernantes se comentan solas y a veces resultan oscuras y más propias de un jaleo deportivo. ¿Es un consuelo saber que la epidemia podría dejar más pobres que fallecidos o un drama difícil de aplacar?
Tiempos descabellados y propicios para los profetas de calamidades del tipo “a cojón visto todos son machos”, que disfrutan de sus aciertos, y para los ojalateros, como llamaba el general isabelino Diego de León a quienes le decían cómo debería haber actuado cuando la acción en la que no habían participado, había acabado. Ya lo habían dicho, con toda clase de adornos apocalípticos que dejan chiquita la situación actual. Cierto, pero a mí al menos se me había escapado la extrema gravedad de lo que estamos viviendo. Prefería convencerme de lo que me convenía, es decir, de que esto que ahora vivimos con temor cierto -a la muerte y a perder la vida que teníamos- quedaba lejos y demás blablablás. Del posible colapso sanitario no tenía ni idea. Y estoy seguro de que no he estado solo en esa ignorancia. No soy un gobernante, sino un gobernado, y añado que de las epidemias solo sé lo que he leído, que no es lo mismo que padecerlas o ser un especialista en ellas, que los hay, en este país, y con capacidad de hablar con autoridad por haberlas vivido en otros países y circunstancias. Tal vez lleguemos a saber con certeza cómo se ha originado esta epidemia, una vez que los bulos que circulan se apaguen, que es lo que suele suceder.
“Nada va a ser lo mismo”, es una de las frases que más se escuchan. No hace falta ser profeta ni adivino del porvenir para entender que esta situación epidémica va a dejar secuelas a las que habrá que sobreponerse, con o sin ayudas. En efecto, nada va a ser lo mismo, ni las circunstancias ni tal vez nosotros mismos, por mucha fiesta que le echemos, porque ya no lo es. ¿Escaldados, provistos de una serenidad estoica, feroces…? Está por ver.