Aunque la propaganda unionista recurre con frecuencia a presentar el binomio vasco y español como si fuera una elección -ejemplar-, en realidad, se trata de una imposición. Para el proyecto político de la nación española se trata de la única opción posible; una suerte de matrimonio concertado, sin tener en cuenta, o contra la libre voluntad de los contrayentes. La negativa del nacionalismo español a reconocer el derecho a decidir de las minorías peninsulares puede interpretarse como la traducción colectiva de un negacionismo identitario.
El supremacismo español impone a su ciudadanía un paradigma autoritario, conforme al cual quien decide la identidad de sus súbditos, antes religiosa, ahora nacional, es el estado constitucional westfaliano. Sin embargo, el precedente del Edicto de Nantes recuerda que en Europa también se reconoció la libertad de conciencia y que, mutatis mutandi, esa libertad de elección debiera trasladarse contemporáneamente a la libre elección de nacionalidad. El promotor de ese paradigma de libertad fue un rey de Navarra, Enrique III, luego también IV de Francia porque, tal y como nos recuerda el adagio: “París bien vale una misa”.
El acuerdo entre diferentes que algunos reivindican no se ha traducido en un reconocimiento recíproco del derecho a una libre elección identitaria. El supremacismo de la nación española sigue tratando de silenciar y acomplejar la reivindicación nacional vasca o catalana, a poder decidir libremente su identidad, acusándola de particularista.
La historia lo desmiente Sin embargo, el nacional-constitucionalismo no tiene reparo en proclamar su particular alquimia metafísica de indisolubilidad e indivisibilidad. Un imaginario nacional que sin embargo la historia desmiente.
Así, aunque la constitución de Cádiz en su artículo 1 establecía que “la Nación española era la reunión de todos los españoles de ambos hemisférios”, o en su artículo 10, que “el territorio español comprende en la América septentrional: Nueva España y la Nueva-Galicia con la península del Yucatán, Guatemala? la isla de Cuba con las dos Floridas? o en la América meridional Nueva-Granada, Venezuela, el Perú, Chile, provincias del Río de la Plata?”, lo cierto es que los procesos de independencia que en pocos años condujeron a la aparición de más de veinte naciones-estado ya estaban en marcha cuando el constituyente de Cádiz redactó ese texto. La tan alabada constitución gaditana que se presenta como avanzada del liberalismo europeo establecía en su artículo 12 que “la religión de la Nación española es y será perpetuamente la católica, apostólica, romana, única verdadera. La Nación la protege por leyes sabias y justas y prohíbe el ejercicio de cualquier otra”. No cuesta identificar en semejantes referencias cuál es el ascendente legalista del presente ultranacional-constitucionalismo hispano.
A mi juicio, mientras el nacionalismo español no renuncie a imponer su supremacismo es una fantasía creer que se puede acordar de verdad algo con los valedores de semejante proyecto de nación española, porque en realidad los diferentes se consideran superiores y solo reconocen un derecho a decidir a un único proyecto político. Por el contrario, los proyectos políticos asociados a otras naciones como la vasca o catalana no tienen de facto derechos para poder concretarse y desarrollarse. Todo lo más, desde el supremacismo español se les considera naciones culturales con sabor gastronómico.
Un ejemplo de la escasa consideración que merece la alteridad vasca para el “progresismo colonial” español es una reciente candidatura a ocupar la dirección de Podemos en Euskadi. Veinte años después de llegar a esta tierra, como hace siglos tantos peninsulares a América, el desconocimiento del euskara, como en su día en relación a otras lenguas autóctonas, parece reflejar la misma actitud colonialista tan característica del monolingüismo castellano. Parece que para el progresismo colonial el euskara no es necesario para ejercer una labor política, ni tan siquiera para ocupar un cargo de máxima dirección. Esa apuesta por un Podemos erdaldun se complementa con la actitud de una parte de la comunidad euskaldun y su falta de interés en alfabetizarse o en cultivar la lengua. Porque no solo las prohibiciones y la secular discriminación institucional han servido para minorizar y asimilar a la población vasca al marco castellano-español.
El euskara y el ‘fuego amigo’ El empleo del euskara como lengua étnica en lugar de idioma nacional o su desconocimiento entre tantos abertzales es también fuego amigo. Ingenuamente, algunos pensamos que Podemos en Euskadi eran los hijos de la inmigración, originariamente de orientación republicano-socialista, que iban a representar otra manera de ser en la siguiente generación. Pero su defensa del derecho a decidir y de una España confederal ha transmutado en dar continuidad al proyecto colonial “liberal-progresista”. Euskaraldia, si quiere tener un impacto, deberá ser consciente de que una parte del mundo del monolingüismo castellano no va a estar dispuesto a abandonar su euskarafobia. Para evitar compartir, rechazar la igualdad (bilingüismo) y mantener la diglosia, recurrirá a todo tipo de argumentos, como acusar al euskara y a los nativos de discriminación lingüística.
Euskal Herria sobrevive con respiración asistida en el marco de la dominante anglobalización. El paradigma de socialización Pintxo-pote ala hil es hambre para mañana. Haratago joan behar. La II Repúblika vasca debe servir para poder ofrecer otro imaginario y un horizonte de libertad a su ciudadanía, como el derecho a una libre elección de nacionalidad. La igualdad como valor superior del ordenamiento solo puede garantizarse en un marco republicano. La atribución de la jefatura del estado hereditariamente a una familia es un disparate democrático. La segunda restauración borbónica de la mano de la dictadura no tiene precedente en Europa. El blindaje constitucional de España como reino es otro legado franquista.
El autor es profesor de Derecho Constitucional y Europeo de la UPV/EHU