La elección como presidente del Parlamento Europeo del socialista italiano David María Sassoli con los votos de los populares, socialdemócratas y reformistas confirma el acuerdo del reparto de cargos, influencias y presencias de las tres grandes familias políticas de la Unión Europea, pero también la continuidad del predominio del eje París-Berlín en el diseño del futuro de la UE. Ciertamente, el acuerdo tiene una virtud difícil de conseguir, puesto que satisface a todos sus protagonistas o, más certeramente, permite a todos mostrarse satisfechos, que no es exactamente lo mismo. Así, Alemania y Francia, como siempre, se reparten, y escoran a la derecha, la dirección política y económica de la Europa de los 28 (veintisiete si en octubre se confirma el Brexit) -también aportan la perspectiva de género- con la ministra de Defensa alemana Ursula Von der Leyen al frente de la Comisión Europea y la ya ex directora del FMI, la francesa Christine Lagarde, del Banco Central Europeo. El contraste ideológico y norte-sur del reparto, más formal que real, lo aportan la presidencia de Charles Michel, belga y liberal, en el Consejo Europeo y el nombramiento de los socialistas Josep Borrell como jefe de la diplomacia y del propio Sassoli en la Eurocámara mientras los países del Este, pese a su todavía limitada capacidad de influencia, pueden asimismo esgrimir que su creciente peso ha evitado la presidencia de Frans Timmermans. Todo un encaje de bolillos que, sin embargo, supone asegurar políticas continuistas a la Unión Europea ante las amenazas del Brexit, las agresivas políticas proteccionistas de EEUU y el expansionismo económico chino. Y es ahí donde surgen los interrogantes. Que Merkel sitúe a su segunda canciller al frente de la UE y Macron haya impuesto sus tesis contra los spitzenkandidat vuelve a demostrar la preponderancia de los Estados y su equilibrio, cocinados en las cumbres del Consejo, frente a una verdadera traslación a las instituciones de la UE de la expresión política de sus sociedades y pueblos. Una vez más, Europa se ha inclinado por priorizar una pretendida estabilidad económica, que sin embargo y como la reciente crisis demuestra no se puede certificar, cuando incluso para alcanzarla es más urgente que necesario impulsar la unión política y la incardinación social adivinada en la afluencia a las urnas del pasado 26-M.