Nada puede haber peor en un ejercicio de liderazgo político que reducirlo a una liturgia anclada en la tradición, reducida casi a mera anécdota o vaciada de contenido hasta hacerla rayar el simbolismo folclórico. Todos esos riesgos acosan en este tiempo al tradicional discurso del jefe del Estado que, como cada Navidad, aterrizó sistemáticamente en las televisiones de quienes quisieron tenerlas encendidas. Prescindible es lo más amable que se puede decir del contenido del mensaje navideño de Felipe VI. La carencia de aportaciones es, en sí misma, una medida exacta del papel de la monarquía española. El tránsito sistemático por espacios comunes de buenismo inoperativo o de brindis a una concordia que se exige y no se ofrece retrata un modelo caracterizado más por sus carencias que por sus capacidades de ofrecer fórmulas en favor de esa convivencia, cada vez más nítidamente entendida como demanda de sumisión. La convivencia es un fenómeno fruto de la adhesión. Sustituirla en el imaginario colectivo por un ejercicio de sumisión no es más que ficticio. Si un Estado en el que conviven realidades nacionales de raigambre cultural y sociopolítica específicas necesita apelar al mínimo común denominador nacido cuarenta años atrás de una situación de emergencia como fue la transición está mostrando la debilidad integradora del proyecto. Apelar constantemente al marco legal del 78 reclamando una sumisión al mismo evidencia que cuatro décadas después el camino de la integración no se ha recorrido con solvencia. La solvencia no la da la sumisión sino la adhesión. Y esta, en el caso que nos ocupa y desde la perspectiva de una mayoría social y parlamenteria en Euskadi, solo se puede definir en términos de reconocimiento. Si Felipe VI echa de menos una mayor adhesión, un reforzamiento del contrato entre diferentes sensibilidades políticas y una mayor a puesta por la convivencia tendrá que dirigir sus exigencias explícitamente a los proyectos políticos de sentimiento nacionalista español que medran desde el señalamiento del diferente, el propósito de revisión del estado autonómico hacia la recentralización y la negación de las realidades nacionales -vasca, catalana y gallega- que la propia Constitución incluyó en su enunciado. La lectura restrictiva de la misma es un placebo de convivencia ficticia.