Tres datos de los hasta cierto punto sorprendentes resultados de las elecciones andaluzas deberían llevar a un análisis más profundo y complejo que el de la formación del Ejecutivo andaluz o el que deriva hacia su incidencia en la gobernabilidad del Estado y la convocatoria o no de las generales. El primero de ellos es el del continuado crecimiento de la abstención desde las elecciones de 2008, las últimas antes de que la sociedad andaluza empezara a sufrir la crisis y la más que cuestionable planificación económica de quienes la han gobernado desde palacio, sea este el de La Moncloa o el de San Telmo. Aquel año votó el 72% del censo. En 2012 y 2015 entre un 8% y un 10% de aquellos votantes no acudieron a las urnas. Y este domingo 4 de cada 10 electores se quedó en casa. En diez años, alrededor de novecientos mil andaluces -de un censo de 6,3 millones, uno de cada 7- han dejado de votar. El segundo dato, este reducido en cuanto a cifras pero quizá tanto o más relevante por lo que podría significar, es que en el mismo periodo los votos nulos se han triplicado (de 28.658 en 2008 a 81.000) y los votos en blanco han aumentado más de un 18%. Y sí, ambos detalles podrían considerarse tangenciales. De no ser por el tercero. El PSOE, a quien se ha calificado como el derrotado, que lo es, ha perdido 400.000 votos, el 28% de los 1,4 millones de sufragios que recibió en 2015, cien mil más respecto a 2012 y más de 700.000 desde su mayoría absoluta de 2008. Pero es que el PP se ha dejado 315.000 votos respecto a 2015 (-29%) y un millón respecto a 2008, aunque su suma con C’s y Vox se sitúe levemente por encima de los 1,7 millones de entonces. Y aún más, la coalición de Podemos e IU en Andalucía Adelante ha perdido nada menos que 279.000 votos (-32%) respecto a los 863.938 de las anteriores andaluzas. Es decir, las tres grandes corrientes de la política del Estado desde la Transición -la derecha heredera del régimen a través de AP, el socialismo y la izquierda postcomunista- han cedido un tercio de sus votos, que han girado hacia la simpleza nacionalpopulista de la ultraderecha, expandida desde determinados medios, y no menos de C’s. Es la respuesta a un hartazgo que no han sabido paliar, tampoco encauzar, y que llega hasta el punto de permitir al candidato de Vox, Francisco Serrano, afirmar ufano que “somos el partido de los indignados” pese a que su presidente, Santiago Abascal, creció al amparo del PP.