Más allá del debate político, agrio en ocasiones, y de las consecuencias en forma de forzada asunción de responsabilidades en los casos de Cristina Cifuentes y Carmen Montón o de posible desgaste en los de Pablo Casado y Pedro Sánchez, el cuestionamiento público de algunas de sus titulaciones causa ante todo un daño perverso e inmerecido a una institución clave para la sociedad y su desarrollo: la universidad. Si la mera constatación de irregularidades en un caso, el del Instituto de Derecho Público de la Universidad Rey Juan Carlos, por el que su director, Enrique Álvarez Conde, se halla imputado por presunta malversación, ya horadó la credibilidad de las instituciones universitarias; la acusación de plagio en la tesis del presidente del Gobierno español, aun si ha sido desmentida por el propio Pedro Sánchez y sea o no creíble, extiende dudas que no debían plantearse sobre los principios de igualdad de oportunidades y méritos de estudio que deben regir la enseñanza, más si cabe en el caso de la universidad. Sin embargo, constatarlo no impide tampoco que la propia organización universitaria, dentro de la autonomía que le confiere la ley, deba asumir sus responsabilidades ante la eventualidad, certeza por algunos de los casos citados, de que los sistemas de control necesitan perfeccionarse tras la proliferación de títulos y de centros de investigación, escuelas de doctorado e institutos asociados a las universidades que los expiden. Cabe preguntarse, por ejemplo, si la Agencia Nacional de Evaluación y Acreditación, a la que el art. 32 de la Ley Orgánica 6/2001, de 21 de diciembre, de Universidades (LOU) confiere la responsabilidad de la acreditación y evaluación del profesorado, los títulos y el seguimiento de los resultados en el ámbito universitario cumple adecuadamente con sus funciones pese a su centenar de empleados y los diez millones de subvención anual que recibe. O si la Conferencia General de Política Universitaria presidida por el ministro de Educación de turno y con presencia de los departamentos autonómicos no padece de rémoras políticas en el cumplimiento de las atribuciones que le otorga el art. 27 bis de la LOU. Y, en todo caso, sí compete a ambos organismos, como a toda la universidad, velar -y poner los medios- para que se eviten nuevas excepciones que contribuyan a la desconfianza.