El fallecimiento del obispo emérito José María Setién puso sobre la mesa en el día de ayer una sucesión de reflexiones sobre su figura, controvertida a veces, comprometida siempre, realizadas desde la cercanía, la discrepancia y hasta la crítica. Más amable ésta en unos casos, simplemente leal en otros y auténticos exabruptos en contadas ocasiones, incluso ayer mismo. Quien quiera ver en el obispo Setién a un político se encontrará mirando la dimensión de su persona por el ojo de una cerradura. El compromiso pastoral del obispo Setién se extendió en una amplísima labor de conexión de la fe católica con la sociedad vasca y sus problemas. Problemas de toda índole y cuyo calado social y político no eludió. El suyo fue un compromiso ético con la sociedad y un ejercicio constante de empujar la acción de la Iglesia fuera de los templos, imbricándola en la realidad que la circunda y a la que pertenece. Suyo fue el impulso de combatir la dolorosa lacra de la droga en los años más difíciles de su brutal impacto en una generación de jóvenes vascos y de hacerlo con un modelo de integración, de acogida y reorientación. Huyendo de la estigmatización y recuperando a la persona en sus valores. Una constante de su discurso, profundamente humanista y, por ello, ampliamente reconocido dentro y fuera de la congregación católica. Los costes sociales de las crisis económicas que sacudieron a Euskadi en diferentes décadas estuvieron siempre presentes y animaron una decidida apuesta ética por la cohesión social, el respaldo a los más desfavorecidos y, por ese camino, la proyección de la doctrina social de la Iglesia y su denuncia de la injusticia y la violencia. Pero es innegable que José María Setién tuvo un impacto y una dimensión política, seguramente a su pesar. Ese compromiso con la doctrina social eclesiástica le llevó a arrancar de su discurso las siglas políticas y a identificar el sufrimiento como un mal en sí mismo y no a aplicar una gradación del primero o del segundo en un tiempo en el que la violencia lo contaminaba todo. Este fue el motivo principal de crítica de sus detractores por un planteamiento que él siempre entendió como imprescindible: la convivencia como fin último y los derechos humanos como mecanismo. Su aplicación y defensa como principios y valores objetivos en un tiempo de exaltación de la subjetividad le hicieron objeto de auténticas campañas de criminalización.