La multitudinaria y geográficamente muy diversa reacción de la ciudadanía a la sentencia de la Sección Segunda de la Audiencia Provincial de Navarra en el conocido como caso de La Manada, hasta cierto punto inesperada en cuanto a su rotundidad y dimensión, viene a confirmar lo que otras reacciones sociales, como la convocatoria feminista del último 8 de marzo o las continuadas reivindicaciones de los pensionistas (sin olvidar que la reclamación masiva de derechos políticos en la calle estuvo asimismo en el origen del proceso que desde las instituciones se inició en Catalunya), ya habían evidenciado: la sociedad ha decidido recuperar la calle, manifestarse y pedir la palabra para expresar su opinión o su discrepancia. Y aunque es cierto que el crecimiento exponencial del uso de las redes sociales y la facilidad de comunicación y convocatoria a través de las mismas facilita ese ejercicio casi instantáneo pero masivo de la libertad de reunión y manifestación que preserva el texto constitucional en su artículo 21, también lo es que el intento de acotar ese derecho que había supuesto la aprobación por el Gobierno de mayoría absoluta de Mariano Rajoy de la denominada Ley Mordaza no parece haber tenido el efecto disuasorio que podía pretender. De hecho, las movilizaciones ciudadanas han alcanzado una dimensión que retrotrae a los años de la Transición y de una democracia todavía incipiente aunque entre aquellas expresiones sociales y estas se produzca una diferencia notoria en cuanto al carácter de las reclamaciones: eminentemente políticas, de exigencia de derechos democráticos, aquellas; de notorio componente comunitario, de reivindicación de derechos colectivos, estas últimas. Y es por ese paralelismo que establece décadas después la actitud decidida de la sociedad en la reclamación en la calle que no debería interpretarse esta únicamente como reacción a cuestiones concretas, sino como síntoma de la distancia que paulatinamente se ha ido estableciendo entre las pretensiones de la sociedad y aquellos que, como representantes legítimos de los ciudadanos, deben darles cauce. La sociedad hace uso de la palabra porque es consciente de que esta le pertenece, de que debe ser ella quien decida cómo afrontar aquellos asuntos que le incumben y afectan, sean estos cuales sean preferentemente a través de sus representantes pero, en su defecto, en primera persona.
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