A veces me cuesta una vida no abrazarme al caos de la anarquía más salvaje. Y eso que no me tengo por un ácrata libertario. Pero, dadas las circunstancias, que acostumbran a coincidir con cada una de las andanzas de los jetas que abundan en la política, siento unos deseos irrefrenables por resucitar los valores que Buenaventura Durruti inculcó a aquella famosa columna durante los primeros estadios de la Guerra Civil. La última gota que ha estado a punto de colmar el vaso de mi paciencia, muy maltratada a estas alturas de la vida, ha sido la derramada por la insigne presidente de la Comunidad de Madrid, Cristina Cifuentes, y por su afamada y límpida formación académica. Verán, tras la chaparrada de corruptos y corruptelas de todos los colores que ha caído sobre las molleras del común, tras las mil y una investigaciones que han involucrado hasta al apuntador por su implicación en podredumbres variadas en determinados ámbitos políticos y tras comprobar cómo una parte sustancial del dinero público ha desaparecido en favor de otros intereses, que alguien se atreva a enmarronar su prestigio y su carrera por una nimiedad en forma de diploma ribeteado me parece el no va más. Diríase que hay quien se siente por encima del bien y del mal con gestos y detalles que definen una forma de ser.
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