La nueva apelación del consejero de Economía y Hacienda del Gobierno Vasco, Pedro Azpiazu, a las empresas que no se hallen en dificultades para que lleven a cabo una actualización de salarios que también defienden numerosos expertos -Thomas Piketty, Brent Neiman, Loukas Karabarbounis...- como instrumento de activación económica trata de paliar la continua pérdida de peso de los salarios en el PIB que se observa en Euskadi -pero también en el Estado y en la UE- en los últimos decenios. De hecho, según la Comisión Europea, el peso de los salarios en Paridad de Poder Adquisitivo (PPA) en relación al PIB pasó en Europa del 75% en los años 70 al 66% en los 90 y al 62,9% en la actualidad, pero en el Estado español se reduce incluso más (60,7%) y en Euskadi se halla hoy tres puntos por debajo de la media europea (59%). Ese dato contrasta con la productividad vasca (41€/hora), idéntica a la media de la UE-15 aunque inferior a la alemana (45€/h), y con los costes laborales (25€/h), de nuevo igual que la media de la UE-15 pese a que sólo han aumentado un 10% desde 2008 frente al 15% de la UE-15, el 17% de la UE-27 o el 20% de Alemania. De ahí que si la Confederación Europea de Sindicatos calcula la necesidad de actualización de los salarios europeos en 1.769€ anuales, la cifra en Euskadi para paliar que el crecimiento de las rentas salariales en los últimos años es apenas la mitad del crecimiento del PIB se debería situar bastante por encima de esa cifra. Pero el razonamiento de esa apelación a la subida salarial no es únicamente económico. Si la caída del peso de los salarios en relación a la riqueza posee causas (avance tecnológico, privatizaciones, globalización, financiarización de la economía...), tiene asimismo consecuencias. El aumento de la desigualdad que cada vez notan capas más amplias de la sociedad y se traduce en un adelgazamiento de la denominada clase media supone la admisión de una pérdida de cohesión social, una de las cualidades que ha caracterizado a la sociedad vasca, y al mismo tiempo, consecuencia de que a medio-largo plazo acabará repercutiendo en la capacidad recaudatoria, una menor posibilidad de incidencia de las políticas públicas que, por tanto, acabará reflejándose en una deslegitimación de los representantes políticos e institucionales que en otros ámbitos, por ejemplo en el Estado, no solo se intuye.