El caso escalofriante de la violación en pleno recreo en un centro escolar de la Sierra de Cazorla (Jaén) de un niño de 9 años por varios compañeros de entre 12 y 14 años vuelve a plantear la cruda realidad del evidente traslado de la ausencia de límites éticos de los adultos a la infancia, así como serios interrogantes sobre la disolución moral de una sociedad que vulgariza las relaciones personales hasta el punto de ser incapaz de educar en ellas a sus niños y de ofrecer a estos control y protección suficientes. Es cierto que el drama infantil que se intuye rodea al caso de Jaén no debe llevar a la generalización, como lo es el hecho de que la globalización de la información nos hace más permeables a sucesos que hace unas décadas no llegábamos a conocer, o no al menos con la profusión actual, pero también es verdad que desde el asombro y horror internacional que desató la tortura y asesinato de J.P. Bulger, de dos años, a manos de dos niños de diez que lo secuestraron en un centro comercial de Bootle, en el Merseyside inglés, en 1993, los casos de extrema violencia infantil sobrecogen con cada vez más relativa frecuencia a la sociedad. No son casualidad los recursos empleados en los últimos años en la investigación y tratamiento del problema. Entre nosotros, en Euskadi, por ejemplo, se han concatenado, una investigación sobre el maltrato entre iguales en 2012, la puesta en funcionamiento del teléfono Zeuk esan (116111) de ayuda a la infancia y la adolescencia y en el ámbito educativo la puesta en práctica de una guía sobre el acoso escolar (2015) y un protocolo de actuación (2016) ante este fenómeno. Pero, en todo caso, el diseño y puesta en práctica de medidas y normativas al respecto, que se entiende imprescindible, o la elaboración de una ley integral de protección de la infancia, que algunas voces consideran urgente, seguirán siendo también insuficientes si los menores crecen incapaces de discernir entre lo que está bien y lo que está mal, confundidos por una sociedad de adultos en la que esa distinción es ya difusa, tanto como las regulaciones del acceso de menores a actividades y contenidos para adultos. Pero, sobre todo, confundidos por el paulatino incremento de la laxitud de las relaciones familiares, que tantas veces anteponen otras prioridades al control, educación y desarrollo adecuados de la infancia.