La celebración hoy del Día de la Memoria para el recuerdo y reconocimiento de todas las víctimas de la violencia aún presenta una doble realidad. Por un lado, la de una sociedad civil que ha avanzado sobremanera en la comprensión de la necesidad de reconocer y reparar el sufrimiento sin advertir la ideología u objetivos que pretendieron esgrimir quienes lo produjeron. Por otro, una distorsionada visión de ese proceso de normalización que lleva a determinados sectores a persistir en actitudes inflexibles, contraproducentes para superar las consecuencias de la violencia, de las violencias, que solo logran perpetuar, quizá no exentos de interés. Lo hacen, curiosamente, pese a la opinión de tantas víctimas que pretenden dejarlas atrás participando activamente en el difícil ejercicio de comprensión de quienes, como ellas, son también víctimas aunque el origen de las violencias que les afectaron fuesen dispares y hasta enfrentadas. Esa distorsión puede aún hoy comprobarse en determinadas ausencias en los actos institucionales que se realizan en memoria de todas las víctimas y en sus pretendidas justificaciones, baladíes para el ánimo de la mayoría de los ciudadanos de nuestro país. Y no se trata de que el Día de la Memoria -o cualquier otro acto u homenaje- sirva para igualar víctimas o sufrimientos, sino de que no ignoren a ninguna víctima, a nadie de entre quienes las han padecido, porque toda violencia, incluso aquella que se emplea desde la legitimidad del poder, puede entenderse injusta y sus consecuencias son siempre dramáticas para alguien. No comprenderlo así, además, impide aliviar el resentimiento y coser las grietas todavía percibidas en la cohesión de una sociedad que pretende, sin lugar a dudas, pasar esa terrible página de su historia que comprende las violencias padecidas y soportadas durante casi un siglo. Se trata, en definitiva, de que el consenso mayoritario que existe en la sociedad vasca logre acallar los intentos de sortear la admisión de los tremendos errores cometidos en la pretensión de supuestos objetivos políticos o en la pretensión de impedirlos. Porque la memoria, el verdadero reconocimiento que lleva a la normalización real, no admite que reproches de interés político o reticencias de naturaleza ideológica condicionen la satisfacción por la sociedad -y sus instituciones- del afecto y la cercanía que reconforte a las víctimas como estas precisan y merecen.