La crisis de gobierno en la Generalitat, con la salida del Govern de Neus Munté, Jordi Jané y Meritxel Ruiz y su sustitución en el gabinete que preside Carles Puigdemont por Jordi Turull, Joaquim Forn y Clara Ponsatí ha suscitado una reacción quizá inesperada pero no sorprendente en el Gobierno de Mariano Rajoy, quien ha afirmado que “triunfa el radicalismo” y considera que los cambios dificultan el diálogo, y por tanto la solución, en el conflicto entre Catalunya y el Estado. Es cierto que el propio Puigdemont señalaba ayer que esta crisis de gobierno, iniciada hace diez días con el cese del conseller Jordi Baiget a raíz de las dudas públicas de este sobre la realización final del referéndum del 1 de octubre, se lleva a efecto con el fin de “completar de la forma más efectiva posible” la convocatoria, pero dicha pretensión no es sino la continuidad de una dinámica encaminada a llevarlo a cabo que se mantiene en el tiempo -Puigdemont lo anunció para este otoño ya en septiembre de 2016 y tiene fecha desde junio- precisamente por la falta de interés mostrada desde el Gobierno español en intentar hallar vías de entendimiento ante las aspiraciones catalanas de autogobierno e incluso para contemplar los cauces constitucionales -que los hay, mediante la cesión de la competencia- para que la sociedad catalana se exprese en un ejercicio que difícilmente puede ser cuestionado desde principios democráticos. Abogar por el diálogo no es, como pretende el portavoz del Gobierno español, Iñigo Méndez de Vigo, decirse abierto al mismo en las ruedas de prensa posteriores al Consejo de Ministros o invitar a Puigdemont a la conferencia de presidentes autonómicos, mucho menos las advertencias sobre las consecuencias, primero la aplicación del artículo 155 o la alusión al artículo 8, después; sino mostrar siquiera disposición a estudiar las pretensiones que Rajoy, su gobierno y su partido saben hace tiempo mayoritarias en Catalunya y que Rajoy, su gobierno y su partido han ignorado e ignoran tras haber desarrollado todas las acciones políticas y jurídicas posibles, bien para rebajar su alcance cuando han sido aprobadas por los catalanes a través de los cauces legales existentes, bien para impedir su concreción. Es esa displicencia hacia el diálogo político, y no los cambios en el Govern, la que aboca al referéndum cuando quedan 78 días hasta la fecha fijada para su celebración.