hace cosa de quince años que no voy a Barcelona y por ello no tengo criterio para valorar si efectivamente aquello se les está yendo de las manos. Más a menudo voy a Donosti, y la última vez me quedé un pelín asustado. Se quejaba un hostelero de que la turba etilizada le había roto la persiana en la madrugada anterior, justo cuando nuestros primos empezaban a ver el sol tras un largo invierno y viajeros de todo el mundo llenaban las calles de la parte vieja en busca de pintxos, tapas, paellas y sangría. Antes de nada quiero dejar claro que allí yo soy otro turista más, aunque venga del cercano patatal, pero sí me dio la impresión de que en unos pocos años nada diferenciará San Sebastián de Florencia, de Barcelona, de Granada, de Palma, de Santiago o de Salou, salvo el fondo de las fotografías. Sería estúpido pretender que pongan concertinas en Amara y reorienten su economía hacia la pesca, pero cuidado. Seguramente fue una impresión exagerada, mas por primera vez me pareció que la vida real arrancaba del Boulevard para arriba, que Donostia empezaba a ser una caricatura de sí misma, un parque temático, que el alma se le evaporaba, y ya en casa brindé por la discreta belleza de mi ciudad y por la gente que viene a conocerla y que aún puede reconocerla, si ya estuvo antes.