Mi esposa puja en paciencia con el santo Job que, al parecer, se mantiene como plusmarquista mundial en la materia, al menos, desde que el generalísimo hacía sus pinitos como corneta. Lo digo porque a ella le toca aguantar mis accesos de ira, que acostumbran a llegar ornamentados con una profusión de exabruptos dignos de un carretero con muy malas pulgas. El último colapso llegó con la ola de calor. Al escuchar a un locutor desvelar una serie de recomendaciones para evitar sufrir los rigores de las altas temperaturas, empecé a berrear como un energúmeno para reprochar a continuación a la voz que se escapaba de la radio su falta de gracia y su predecibilidad. Una vez recobrada la calma tras el paso de los minutos, comprendí que este negociado del periodismo está subyugado a procesos cíclicos y déjà vu de los que es imposible escapar. Vamos, que si el cambio climático se empecina en adelantar el verano, pues no quedará otra que escuchar con calma la retahíla de consejos periodísticos para evitar licuarse ante la calorina reinante. Otra cosa sería si ante una ola de calor se recomendase ponerse el plumas atado hasta arriba, comerse un plato de alubias hirviendo y rematar la faena entrenando para una maratón a las tres de la tarde.
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