Sin que sirva de precedente, estoy del deporte hasta las orejas. Me confieso ferviente baskonista desde que Aker era un mero lechazo. También guardo simpatías más que notorias con los colores azules y blancos del Alavés desde los tiempos pretéritos en los que el equipo bregaba con los rivales en un Mendizorroza sin luminosos electrónicos. Pero, tanto éxito deportivo de ambas escuadras ha llegado a desfondarme esta temporada. Seguir las gestas babazorras hasta los madriles para disfrutar de la final de la futbolera Copa del Rey y degustar el apacible discurrir clasificatorio del Glorioso en su reestreno liguero entre los más grandes ha agotado mi capacidad de disfrute con andanzas ajenas. Pero, además, y por si fuera poco, mis aguantaderas se han visto saturadas por condensación al sumar al balompié local las habituales peripecias del Baskonia, que este año ha prorrogado casi hasta el infinito su afán por medirse ante los grandes de España y de Europa hasta morir en la orilla antes de alcanzar las mieles de los triunfos rotundos tras 75 partidos, arrasando así mi último aliento forofista. Así que, dadas las circunstancias, sólo pido que la postemporada se alargue lo suficiente como para que el deporte vuelva a ilusionar(me).