Sigo maravillado por el poder catártico que tiene el fútbol de élite. Visto lo acaecido estos días con el Glorioso, he llegado a la conclusión de que el balompié de altos vuelos ejerce como placebo a la hora de encarar males y disgustos o como infusión tántrica para aderezar el día a día. A las pruebas me remito. No hay como degustar las mieles del triunfo o acercarse a ellas a través de las andanzas ajenas de deportistas profesionales para encontrarse a una ciudad y a un territorio histórico dispuestos a echar la casa por la ventana y a acudir en masa allá donde fuera menester para, además de beber cerveza como si no hubiera un mañana, sentirse parte importante de una sociedad orgullosa y argamasada, en este caso, por los colores azules y blancos. Es curioso, porque, pese a dedicar más horas de las necesarias a esto de juntar letras, no soy capaz de recordar otro tipo de manifestación colectiva capaz de generar los sentimientos que genera el pretenciosamente considerado como deporte rey. Será por todo ello por lo que gente infinitamente mejor preparada y con más neuronas que el que redacta estas cuatro letras ha descrito al fenómeno como el opio del pueblo, que los romanos antaño describían como pan y circo. En cualquier caso, ¡aúpa Alavés!
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