Fue una táctica diseñada con escuadra y cartabón, detallada al milímetro y ejecutada con marcial resolución. Desplegados cubriendo la retaguardia, defendieron su posición y avanzaron con una maniobra de flanco, muy académica, pero igualmente eficaz. En cuestión de segundos, estaban en ventaja en los promontorios imaginarios que acastillaban los vomitorios naturales del cruce de calles. No había escapatoria. Su ataque envolvente dejó sin efecto las eventuales vías de escape y allí, sin más posibilidades que claudicar con cierta dignidad, les solté aquello de “lo siento, tengo prisa. Tengo que ir a trabajar”. Tras la acción evasiva y mientras rumiaba lo acontecido empecé a pensar en la vida de los carpeteros, definidos así debido a mi proverbial falta de vocabulario concreto para definir su actividad, sea ésta profesional o voluntaria. En el caso concreto que me ocupa y preocupa y que trato de trasladarles, se trataba de cuatro individuos, tocados con uniforme y con una causa loable, que era de la sumar socios y dinero para seguir alimentando los objetivos de la ONG para la que trabajaban profesional o voluntariamente. Y, pese a tan nobles intenciones, ¿por qué me sentí acosado por sus formas? En fin, supongo que serán cosas de la edad.
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