Me apetece dar cuenta aquí de la gesta de Alberto Zerain en el Annapurna y para ello no pienso utilizar el recurso facilón y demagógico de meterme con el peinado del Ronaldo ni con los deportivos aparcados en Can Barça, ni siquiera con la oscuridad tributaria que flota en ese ambiente ni con la inquietante entrada del mundo de las apuestas en los estadios. Eso es la punta del iceberg de la perversión del deporte, que no se da solo en el fútbol, se da también en la montaña, en cada caso a su escala, en función de la atención publicitaria que genera cada disciplina. No se trata de confrontar el modelo de la RDA con la Superbowl, pero sí de centrar el foco en el deporte en sí mismo, en lo que debería transmitir y no transmite porque lo estamos convirtiendo en una eterna velada de pressing catch. Tampoco se trata de demonizar los patrocinios, Zerain sube patrocinado y algo habrá que agradecerle a quien ha puesto sus euros sobre la mesa para que haya podido hacer cumbre. Se trata de que un señor que va camino de los sesenta ha subido uno de los ochomiles más pequeños, pero quizá el más perro, el que le tendió la emboscada fatal a Iñaqui Ochoa; de que lo ha hecho limpiamente y obligado a improvisar, y de que lo ha conseguido por su capacidad física y técnica. Ni más, ni menos.