La escalada de tensión entre EEUU y Rusia a resultas del conflicto que destroza Siria desde hace más de seis años, y en el que ambas potencias vienen interviniendo de forma más o menos directa y más continuada que esporádica desde su inicio, presenta varias evidencias. Así, se ha comprobado que en el bombardeo -de origen indeterminado pero achacable a las fuerzas de Al Assad o a la aviación rusa que le apoya- del martes sobre Jan Shijún (Idilib), que costó la muerte a decenas de civiles, se utilizaron gases tóxicos incumpliendo el Protocolo de Ginebra de 1925 y su extensión en la Convención sobre armas químicas, vigente desde abril de 1997, con los que tanto Washington como Moscú se hallán comprometidos; dicho ataque constituye lo que en derecho consolidado internacional se considera “crímen de guerra”. Asimismo, el ataque de las fuerzas navales estadounidenses contra la base aérea de al-Shayrat, a las afueras de Homs, es una injerencia directa en los asuntos y la soberanía de otro Estado -una agresión- también denunciable desde el derecho internacional. Este segundo ataque se pretende justificar con una apelación al “deber de injerencia”, del que no existe definición jurídica pero que ya se invocó en 1991 en el Kurdistán iraquí, en Somalia (1992), Ruanda (1994), Bosnia (1995) y Kosovo (1999) en base al principio de “injerencia humanitaria” o de protección de población civil sometida a una violación sistemática y masiva de sus derechos humanos. Sin embargo, ni la argumentación ni la respuesta se habían usado antes en Siria ante otros crímenes de guerra como el impedimento de acceso a la ayuda humanitaria o episodios de uso de armas químicas, como en Guta en 2013 con 1.466 civiles muertos. Entonces, como ahora, el veto de Rusia en el Consejo de Seguridad de la ONU a una resolución de condena hizo que el gobierno de Obama amenazara con una intervención directa que no se produciría y a la que curiosamente quien ordenó el ataque de ayer, Donald Trump, se opuso. En definitiva, la escalada entre Rusia y EEUU nada tiene que ver con la supuesta ayuda a un aliado o la protección del derecho internacional. Ambas potencias defienden solo sus intereses geoestratégicos, los mismos que hace ya más de seis años contribuyeron, si no crearon, el conflicto; solo que ahora es Trump (y sus otros intereses) quien está frente a Putin, con lo que aumenta exponencialmente el riesgo.