Dice mi santa esposa que, con el paso del tiempo, tiene dificultades para diferenciarme de Shrek. Alega que no es por el saludable tono verde de mi tez, ganado con mucho esfuerzo y bilis retenida tras bregar a destajo con la redacción de un periódico durante más años de los recomendables, sino por mi proverbial falta de escrúpulos a la hora de berrear como un energúmeno cuando trato de salir indemne de la lidia diaria con la circulación gasteiztarra. Supongo que parte de razón tiene. He de reconocer que cuando deambulo con mi coche por las calles de Vitoria siempre voy rumiando un par de improperios. Los mastico con delicadeza y acostumbro a jugar con ellos entre los dientes por si fuera preciso escupirlos con rabia en un gesto de chabacanería e iracunda falta de educación. Con tal arsenal de mala leche contenida (o desbordada, según se quiera mirar) es normal que viajar conmigo se haya convertido en un ejercicio de paciencia infinita que para sí quisiera el santo Job. En mis descargo, puedo decir que habitualmente mi transformación en ogro se produce con las ventanillas de mi utilitario cerradas a cal y canto, en gran medida, para evitar socializar sin disimulo la cantidad de lindezas, oprobios y vituperios que soy capaz de recitar según las circunstancias.