El aplazamiento de facto y sine die por el presidente del Gobierno español, Mariano Rajoy, de la reunión que el lehendakari, Iñigo Urkullu, ha venido reiteradamente solicitando y cuyo último precedente data de septiembre de 2014, hace ya 28 meses, desmiente el desde Madrid tan cacareado como interesado anuncio de deshielo en las relaciones entre PP y PNV de cara a una supuesta negociación presupuestaria que, además, cada vez se antoja más improbable, inclinado como estaría el Gobierno a una prórroga de las Cuentas. Muy al contrario, el incumplimiento por Rajoy del compromiso de hallar fecha para una cita con el lehendakari -explicitado el pasado 29 de diciembre- confirma una actitud irresponsable que solo puede ser resultado de combinar la resistencia a considerar la relación bilateral que consagra el Estatuto y la despreocupación del presidente español hacia los problemas que afectan a la sociedad vasca. O, en su defecto y aún peor, la determinación de Mariano Rajoy de seguir ignorando las demandas del Gobierno Vasco sobre el cumplimiento estatutario -son más de treinta las materias aún pendientes de ser transferidas- y por tanto de mantener la dinámica de recentralización desarrollada durante la pasada legislatura, obviando la exigencia vasca de profundización del autogobierno, así como la absoluta inacción de que ha hecho gala en materia de normalización y pacificación. No en vano, todo ello estaba ya en la denominada agenda vasca que Iñigo Urkullu le había planteado incluso con anterioridad a esa última cita en la que reiteró las prioridades económicas y políticas de Euskadi en un momento crucial por coincidir con el crecimiento incipiente tras años de crisis y con el asentamiento definitivo de la ausencia de violencia en nuestro país. En todo caso, la grosería política de Rajoy no supone una novedad por cuanto ya se evidenció durante su mayoría absoluta, tampoco un giro político reseñable en quien tras celebrar cinco reuniones con el lehendakari desde que preside el Gobierno español, todas ellas hace ya más de dos años, no ha hecho sino desoír los planteamientos de Urkullu; en quien en lugar de realizar siquiera el mínimo esfuerzo que se debe exigir a un gobernante, el de tratar de dialogar en busca de acercamientos que proporcionen soluciones, permite que, como en Catalunya, se enconen los problemas.