Ofender es algo tan viejo como el ser humano. Somos así. Hay quien ha hecho grandes carreras profesionales -y no sólo en la política- a base de llevar el ataque, el insulto y la mala educación hasta límites insospechados. Incluso, en algún caso, poéticos. Pero en esta supuesta sociedad de la información y la comunicación nos hemos propuesto superarnos a nosotros mismos. Que no se diga. Los medios de comunicación -no hay que irse lejos- somos un buen ejemplo. Hay quien, sin salir de este territorio, ha convertido la amenaza y el agravio en su herramienta de trabajo. Y si se mira fuera, sucede lo mismo. En algunos casos, se busca el anonimato de las redes sociales para lanzar al mundo barbaridades sin conocimiento, como si el cerebro se hubiese instalado en una diarrea propia de cuando el kalimotxo no se servía en plan gintonic. Pero la vergüenza está desapareciendo. Así que cada vez se da más la cara, como queriendo reivindicar, a modo de estatus social, el hecho de ser una mala persona. Es más, se premia lo zafio, lo desagradable, el hecho no ya de insultar sino de golpear con la palabra para buscar tanto el amedrentamiento como el desprestigio y el hundimiento del otro. Y, claro, así nos va por la vida como especie. De culo, vamos.