No contuvo el discurso navideño de Felipe VI ningún elemento novedoso. Nadie puede haberse sentido especialmente decepcionado porque, con el paso del tiempo, la liturgia ha mostrado sus propios límites y, sencillamente, no cabe esperar de ella, no ya propuestas políticas sino ni siquiera una pedagogía de la convivencia desde el respeto, desde la conciencia de la propia divergencia como parte del sistema democrático ni sobre la obligación de preservar éste mediante la formulación de mecanismos que canalicen el desencuentro y la diferente sensibilidad sociopolítica hacia fórmulas de convivencia. No hubo nada de eso en el discurso de Felipe VI. Sí estaban presentes, una vez más las generalidades propias de un posicionamiento conservador de la propia institución y el estatu quo que la preserva. Pero la Corona está hoy lejos de ser aglutinadora de las profundas diferencias sociales y políticas en el Estado porque, más allá del carácter enunciativo de sus mensajes, ha perdido la conciencia de que la evolución de las sociedades no se realiza a partir de las leyes de las que se dotan, sino que es precursora de ellas. Así, hoy en día no basta con constatar la convulsión social y económica ni con satanizar la divergencia de los nacionalismos históricos -vasco y catalán fundamentalmente-, que son anteriores y supervivientes al convulso siglo XX que hizo de España campo de batalla y crisol de dos dictaduras. La trascendencia que en su día se concedió al proceso político de diálogo para propiciar la transición a la democracia desde la segunda de estas dictaduras, no parece percibirla hoy Felipe VI. De estar en su pensamiento, quizá se habría reconocido en su mensaje algo de aquella voluntad de consensuar un mínimo de respeto a las diferencias y abrir un espacio a su reconocimiento como, de modo imperfecto, subyace en la letra y el espíritu del pacto del 78. Olvida Felipe VI, o no lo explicita, que la española no es una Constitución otorgada; que es un texto pactado y que, si bien la naturaleza de su función emana de ella, no así los derechos históricos de las naciones sin Estado que alberga hoy España. Por ello, si lo único que la Corona puede ofrecer a la convivencia es el límite de la legislación vigente, revisable maleable e interpretable, y no la búsqueda del consenso desde el mutuo respeto y el reconocimiento, está superada por la realidad.
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