La anulación por el Tribunal Constitucional (TC), con 8 votos favorables y 3 discrepantes, de la Ley 28/2010 de 3 de agosto aprobada por el Parlament catalán para modificar la Ley 3/1988 de Protección de los Animales con el fin de prohibir las corridas de toros en Catalunya va mucho más allá de la discusión entre quienes defienden la tradición de la tauromaquia y quienes consideran que atenta contra los derechos de los animales. De hecho, el mismo TC no ha sido requerido nunca y por tanto no se ha pronunciado nunca respecto a otra ley similar que desde 1991 prohíbe los toros en Canarias. Si lo ha hecho sobre la ley catalana se debe, en primer lugar, a una decisión política, ideológica, del PP, cuyo grupo parlamentario en el Senado presentó recurso de inconstitucionalidad; en segundo lugar, a las servidumbres derivadas de la composición del TC y del sistema de designación de sus miembros; y en tercer lugar, a que estas dos circunstancias forman parte de una intención recentralizadora del Estado que no duda en forzar la interpretación de la legalidad hasta el punto de pervertir los acuerdos y el sistema competencial surgidos de la transición y en ignorar acuerdos parlamentarios de indudable legitimidad democrática. El propio TC lo deja ver en su resolución al admitir la competencia de la Generalitat de Catalunya en materia de espectáculos públicos y en materia de protección de animales pero al tiempo excluir de ambas la potestad para prohibir o no la celebración de corridas de toros en virtud de un artículo de la Constitución tan genérico como el 149.2, que considera “el servicio de la cultura como deber y atribución esencial” del Estado con lo que, en opinión del TC, la ley catalana “menoscaba las competencias estatales (...) e impide en Cataluña el ejercicio de la competencia estatal”. Lo que subyace en realidad, una vez más y como contempla el voto particular discrepante, es la minusvaloración del Estatuto de Catalunya -o en otros casos del de Euskadi- dado que las competencias que se menoscaban son, debido al no reconocimiento de su alcance real, las que aprobaron en su día las sociedades catalana y vasca no precisamente con ánimo restrictivo. Al Estado le llega la hora de coger al toro por los cuernos: el verdadero ejercicio de sus competencias debe ser el respeto a los acuerdos que permitieron configurarlo en su actual modelo o, de lo contrario, este no se podrá considerar válido ni legítimo.
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