Convendería matizar la grandilocuencia que tanto el Gobierno iraquí del primer ministro Haider al Abadi como numerosos medios occidentales han utilizado para referirse a la ofensiva conjunta contra Mosul, dando a entender que la conquista de la capital de la provincia de Nínive y tercera ciudad en tamaño de Irak tras Bagdad y Basora sería el final o cuando menos el principio del fin del autodenominado ISIS y por tanto casi de la guerra en Irak. Mosul, cierto es, puede resultar estratégica en la visión que Abu Bakr al Bagdadi, ha pretendido difundir respecto al Estado Islámico, no en vano desde la Gran Mezquita de esa ciudad proclamó en junio de 2014 el califato y llamó a los musulmanes de todo el mundo a incorporarse a la yihad, convirtiéndose en vanguardia del islamismo radical violento. Su caída apenas cuatro meses después de la de Faluya, por tanto, llevaría implícita la pérdida de parte de ese supuesto prestigio e inclinaría claramente la contienda en Irak. Sin embargo, el ISIS se ha caracterizado, incluso en sus malos momentos, por una capacidad de movimiento inesperada y no hay que olvidar que parece haber centrado sus esfuerzos en los últimos meses en defender la parte que controla de Siria. Además, la ofensiva debe ser obligatoriamente lenta, como admite el teniente general estadounidense Stephen J. Townsend, que lidera las tropas de la coalición internacional en Irak, lo que complicará, como ya ha hecho anteriormente, la actuación de una fuerza tan heterogénea como la de los ochenta mil hombres que suman el ejército iraquí, los peshmergas kurdos y las milicias chiis. Si a ello se añade el más de millón y medio de civiles que sobreviven al fanatismo del ISIS en Mosul y el riesgo de repetición de la enorme crisis humanitaria de la ciudad siria de Alepo, cabe coincidir en que es necesaria una enorme prudencia a la hora de analizar y valorar la ofensiva como el ataque final al Estado Islámico, e incluso para considerar que se puede haber entrado en la fase final de la guerra. Porque la toma de Mosul, de población mayoritariamente asiria, no restará a Irak un ápice de la inestabilidad -quizá todo lo contrario- que produce la desconfianza entre chiis y suníes, con sus respectivos aliados exteriores, ni evitará que el Estado Islámico siga constituyendo una amenaza para todo el mundo.