Imagino que lo de la Torre de Babel debió de ser más o menos parecido. Y no tanto por el ejercicio de soberbia humana -o quizá sí, la verdad-, aquello de “edifiquémonos una ciudad y una torre cuya cúspide llegue hasta los cielos”; sino más bien porque resulta ya casi entre enternecedor y aburrido la magnífica habilidad de los partidos para no entenderse en nada. El último episodio, que en realidad es la continuación reloaded de la anterior minilegislatura y que, visto el panorama, es un asunto más bien anecdótico, tiene que ver con la asignación de espacios en el hemiciclo de la Cámara Baja. Si decidir dónde se van a sentar provoca una discusión de varios días cuyo resultado se acaba aceptando a regañadientes, calculen lo que puede ser ponerse de acuerdo sobre economía, políticas sociales, educación, seguridad, sanidad, lucha contra la corrupción... Y eso que la política es un terreno fértil en el ejercicio de la yenka, izquierda, izquierda, derecha, derecha, delante, detrás, un, dos, tres. Seamos justos, ceder no es ni malo ni bueno per se. De hecho, es difícil acordar nada si alguna de las partes -se supone que todas- no acaban dejando algún pelo en la gatera. La cuestión es dónde está la línea que separa la cesión responsable de la claudicación del discurso propio... si es que ese discurso alguna vez fue real.
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