Una de nostalgia: al parecer, la última compañía que en el mundo seguía fabricando vídeos VHS, la japonesa Funai, ha decidido dejar de producirlos. Así que si en su casa todavía sobrevive alguno de estos entrañables artefactos, guárdelo como oro en paño. Es el fin de una era. El VHS, sí, un Connor MacLeod de los cachivaches tecnológicos, el que en la batalla del solo puede quedar uno de su época sobrevivió en la dura pelea con el Beta. Luego llegó el DVD y tal, pero hubo una vida predigital en la que el mundo, además de dividirse entre Cola Cao o Nesquik, por ejemplo, también tomaba partido entre VHS y Beta. Esas cintas requetegrabadas hasta el infinito, esa complejidad inabarcable de dos mandos a distancia cuando hasta hacía dos días el único mando a distancia éramos mi hermana o yo. Esa aventura de programar el vídeo, de luchar contra el impepinable desajuste entre los horarios teóricos de programación y los reales de emisión y el empeño de aprovechar al máximo la cinta, que solía acabar en que la cinta se terminaba un cuarto de hora antes de que lo hiciera la película, jódete y baila. Y claro, otra especie ignota para los millennials aparejada al VHS, el videoclub, ese mundo de posibilidades. Si, como dice la canción, el vídeo mató a la estrella de la radio, el bit mató al vídeo.
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